viernes, noviembre 22, 2024
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Adiós a la razón, adelante la estupidez


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Por: Ricardo Nieves

Antes que paradójica, nuestra era es patética; respeta pocos límites y subvierte hasta lo humorístico. La osadía que objeta, lisamente y sin base alguna, planteamientos epistemológicos o ideas científicas, insulta la razón y diezma el intelecto. Y es que -reparaba Deleuze-, en la complejísima ecología del saber humano, no todo acontecimiento por el mero hecho de serlo posee sentido.

Ideas e inventos tecnológicos avanzan a ritmo del vértigo; la ciencia, en su compostura lógica, luce estremecida, cuestionada por una diversidad de pronósticos terroríficos y alegaciones viajeras. En nombre de la libertad de decires, de toda suerte, el presente parece jugarle malas pasadas a la razón.

Susceptible a la testarudez de la historia, el problema real de las utopías (falseadas o decadentes) es que, distinto a la razón (que reconoce términos y fracasos), suelen develar su desencanto cuando, arruinadas las promesas, han sido derribados los muros hasta entonces indiscutibles de su engañosa redención. En ese trayecto de la experiencia, el precio pagado por la quiebra de tantos ensayos distópicos ha sido, con memoriosa tristeza, demasiado costoso…

El concepto de “progreso”, indiferente al origen filosófico o ideológico, viene vertebrado siempre a la idea de la razón, o viceversa. Para los pensadores occidentales clásicos, vástagos del eurocentrismo y la modernidad civilizatoria, la razón fue la respuesta pretendida, recurrente, a los grandes dilemas de eso que Malraux y Arendt llamaron la condición humana.

El filósofo Antonio Campillo (Diálogo con Andrés Merejo, 2024), recuerda: el progreso surge de la antinomia sujeto/historia, cuya concepción original empezó con Descartes y llegó hasta Kant, trazando la visión unidireccional, “lineal” del progreso (y fastidiosamente de la historia) que, con desvíos o interrupciones temporales, seguiría inalterable en su proyección emancipatoria, universal. De allí, Hegel y Marx (y en el siglo XX, Habermas) retomaron un fascículo teórico para conectarse a otra experiencia histórica, la dialéctica.

Las experiencias humanas irían superándose en forma de escalera (dialécticamente) hasta constituirse en artífices del utopismo redentor, capaz de alcanzar el final de una historia, reconciliada consigo misma, ante el altar esperanzador de superación completa. De aquel mundo, narrado y vivido, casi todo se vino abajo.

El momento posmoderno es de tal magnitud que un “influencer” cuestiona el saber científico y un chaman “orienta” mejor que el investigador entrenado. Cínico y no menos trágico tiempo en que, ciegos de libertad, ambos terminarán ganándole a la razón por aclamación mayoritaria. La autoridad de la ciencia, desde este ámbito, está cuestionada. Aunque, en sentido pleno, nada malo tendría pensar otro paradigma o ilustración distinta; el problema que nos enturbia es determinar cuáles píldoras epistemológicas suplantarán el modelo de credibilidad científica, entre la reflexión y el pensamiento crítico.

Feyerabend emplazó, con argumentos suficientes, las ideas de la ciencia y el método científico como solución unívoca al destino y decurso humano, postulando radicalmente su “teoría anarquista del conocimiento.” Propuso romper la rigidez del método científico, pero (vaya ironía) desde el mismo paradigma de la ciencia y su basa epistemológica.

La contrariedad de la ciencia (en política es aterradora) no surge de una crítica visceral, fundada, tipo Feyerabend, sino de la indiferencia cognitiva, la apatía crítica y la pereza lógica que crudamente acompañan nuestra carísima libertad. Algunos hablan del “exceso posmoderno” donde, frente a la proliferación de pareceres sin filtros técnicos ni referencias ético-globales, nada teorizante quedará en pie.

Feyerabend, al que hoy encasillarían de inadaptado revoltoso, enjuició el autoritarismo de la ciencia, arremetió contra las bases del empirismo y del dogmatismo, los que ahora caminan junto a la desconfianza y la furibunda popularidad que suma la moda anticientífica. Algo parece eclipsar nuestra razón y no se trata exactamente de una crítica a la ciencia, metodología o sistema, sino de la deriva en que, dentro de la globalización tecnológica y la incertidumbre de los paradigmas diversos de variación y complejidad, ha desembocado la posmodernidad.

El aturdimiento democrático viene atravesado por un falso oleaje de equivalencia de saberes y verdades que prescinden de rigor y comprobación, porque ya “toda opinión vale” en igualdad de condiciones equiparables. Tiempos de casquivanos y falacia de la novedad, obvian que no cualquier idea novedosa es lógica ni toda libre opinión es respetable. Las circunstancias intelectuales variaron; podría escucharse extraño: pero el triunfo de la estupidez es también su abierto antiintelectualismo que, por lo visto, desata mayor encono ante el conocimiento intelectual y la filosofía política.

La razón y la ciencia resienten la caducidad dialéctica, no así cuando son atestadas por la dudosa calidad de unos contendientes conspiranoicos, perplejos, profanos.

Más que desprecio por el conocimiento, el culto a la estupidez radica en desconocer que detrás de ese juego macabro jamás surgieron ganadores claros…


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