viernes, noviembre 22, 2024

Oteando


Travieso destino


  • Por Emerson Soriano

Siempre le había dicho a su esposa que cuando él falleciera, si ella le sobrevivía, no dejara que nadie lo viera desnudo. Y no porque, en vida, él fuera un hombre excesivamente pudoroso. De hecho, siempre durmió desnudo, con un calzón en la cabecera, por si las moscas. Pero, ver a un vivo desnudo no es lo mismo que ver a un muerto desnudo: el vivo tiene aliento, temperatura, color, control de esfínteres, y es muy probable que, aun viejo, antes de su último suspiro, conserve un poco de brillo, tersura de piel -y hasta una leve dosis de fragancia- que los muertos suelen desalojar de sí en cuanto entran en ese universo incierto del que pasan a formar parte.

En cambio, el muerto es ya una cosa, un símbolo de acabamiento real, candidato favorito al futuro lanzamiento, continente de incontables miserias desde vivo -qué no será sumadas las de muerto-, que los extraños jamás vieron ni imaginaron en él y, además, es posible que no espere tanto como lo desearían sus deudos para mal oler. De manera que se imaginaba así, “expuesto”, antes de ser vestido, a las morbosas miradas de “condolidos” de las más variadas representaciones: amigos de siempre, de ocasión, y hasta aparecidos e intrusos que no dejan el lugar hasta lograr hacer contacto visual con los despojos, con el amasijo de escombros.

Llegó el primer quebranto importante -como siempre ocurre, cuando más enamorado se está de la vida y cuando menos se lo espera-, y esa idea de la muerte y de la futurible exposición que tanto temió, comenzó a atormentarle más de lo usual. Hasta intentó hacer hábito de ponerse algo de ropa para dormir, pero la vieja maña pudo más que el miedo, y hasta más que su fuerza de voluntad. De modo que los riesgos seguían siendo los mismos, y peor incluso, más cercanos, más patentes. Fue así como empezó a obrar en él la obligada dialéctica entre la certeza de la vida y la certeza de la muerte, resumida en una suerte de resignación que siempre supo distinguir de la aceptación. Por eso, a partir de entonces, ya no pensó tanto en la desnudez de la muerte como en la desnudez de la vida; en esa suerte de desamparo, de premeditado abandono del que somos objeto sin que nos sea posible identificar su autor. Su universo se fue encogiendo poco a poco hasta que, un día, lo sorprendió la muerte, irónicamente vestido de cuerpo entero.


 

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