Libre-mente
Para Freud, la civilización, cumbre de los modales humanos, inició cuando pudimos controlar nuestros impulsos. Trasladado al plano político, la democracia comenzaría desde que cruzamos de la imposición autoritaria al diálogo concertado entre las fuerzas desiguales y contrarias.
Eduardo Jorge Prats, jurista talentudo y brillante articulista del periódico Hoy, semanalmente nos deleita con pinceladas reflexivas y oportunas. El pasado viernes 26 de octubre no fue la excepción. Su artículo, intitulado “Mas dura será la caída”, contextualiza en brevedad y relata como “una parte importante de los opinadores, muchos de los cuales antes celebraron la arbitraria reducción administrativa de la asignación de fondos estatales a los partidos en plena campaña electoral este año, ahora festejen la propuesta de reducción o, lo que es mucho peor, la total eliminación del financiamiento público a los partidos”.
Agrega que “lo que está detrás y mueve estas estrambóticas propuestas es el prejuicio de la antipolítica”. Escudado por una sólida argumentación se alza contra la aventura naif y el blasón libertario del neopopulismo antipolítico, heredero crepitante de la ultraderecha conspiracioncita y, de momento, cibernética.
Justiprecia el financiamiento público a los partidos políticos, pasa inventario al caudillismo y al autoritarismo, y acota: “el sujeto reaccionario que encabeza la antipolítica son quienes tildan a los partidos políticos de malos y corruptos; que aborrece, con su adanismo, honestismo y narcisismo político arrásalo todo, el indispensable, razonable y parcial consenso político democrático; y que concibe la política bajo la lógica populista y antagónica de los buenos contra los malos y los serios contra los sinvergüenzas, en contraste con nuestras democracias imperfectas…”
Sin embargo, olvidar, o exceptuar deliberadamente, las disfunciones del sistema político, omite el hondo malestar y la mala fama que padecen la democracia y los partidos. Los nuevos vicios y viejos problemas del populismo totipotente, germen del clientelismo, el transfuguismo y la indiferencia política. Terreno pantanoso que hunde las columnas primarias de la democracia y los partidos para favorecer el desencanto, la pereza y el mesianismo.
La depravación clientelista genera desgaste progresivo de la fe en la democracia y envilecimiento de sus principios. Su debilitamiento visceral nutre la mediocridad y amplía la franja marginal del ejercicio mercenario y prostituido.
Desproporcionadamente pagados, los partidos políticos -exentos de fiscalización y compromiso- remuneran la vagancia, el incumplimiento, el mercantilismo. Fatigan al sistema democrático, estimulando la abstención y el ausentismo, arterias vitales para una nueva derecha, oxigenada por la filosofía de la ira y un crujiente odio político.
La matriz cibernética ahonda el horizonte teórico de la sospecha y el sesgo conspirativo. Engalana el protagonismo de sujetos chabacanos, cibermonigotes y acríticos, con millones de seguidores incautos, febriles y abúlicos. Club masivo y escurridizo de sujetos y conciencia light, tildados de “infoxicados de la antipolítica” (Merejo, 2024). Alimentadores del miedo y el escepticismo, son legionarios del ciberespacio que exploran la tuerta ensoñación de tomar…otra Bastilla por asalto.
El neopopulismo antipolítico recoge los frutos envenenados de la posverdad y del declive de la certeza. Innerarity (2024) razona que lo desconocido y frágil nos arroja a ese espacio comprimido de ignorancia irreductible. No es el fin del mundo -dice-, sino la expresión de un lugar insensato, ácrono y distinto, transfigurado por la metáfora de “otro mundo sin alrededores, sin márgenes y sin afueras…”
Los enemigos “íntimos” de la democracia -diría Todorov-, quienes contradictoriamente hacen uso excesivo de ella, cada vez más delirantes y amplificados, crecen a expensas de las frustraciones democráticas y de los huecos partidarios.
Los valores arrebatados a la democracia no son prorrogables. En medio del proceso de desintermediación y desorientación cognitiva que represa la razón política del mundo (pobre y rico), enfrentamos una ignorancia que, diferente a la clásica (donde escaseaban los datos), encara la insuficiencia y la incapacidad de gestionar los excesos multiformes y desmedidos del ciberespacio. De la democracia del voto y la palabra transmigramos a la frontera de la esperanza henchida por la posmodernidad consumista, contorno del ciudadano global ególatra, individualista, nacido y amamantado en la razón algorítmica.
Lejos de ser soberano, el individualismo narcisista y tiránico es poco reflexivo; desde su atmosfera despolitizadora y apática se mofa de todo debate y argumentación razonada. De hecho, si los partidos no enderezan el rumbo, la pendiente ultraderechista y populachera torcerá por completo (quién sabe por cuánto tiempo y de qué manera) el siempre delgado camino democrático.
No es el financiamiento público lo que salvará los partidos y sanará la democracia…