viernes, noviembre 22, 2024

Oteando


Franklin Sánchez: alegre dador de amor sincero


Por: Emerson Soriano

Ayer se marchó mi hermano Franklin Sánchez. Pero, no estoy seguro de que el verbo marchar, conjugado así, de manera reflexiva (marcharse), tenga una vocación decididamente abarcadora del suceso. Quizás sería mejor decir que huyó. Sí, la huida es una noción que encaja mucho más. Mi hermano había padecido una caída que lo mantuvo postrado más de un mes, luego de una intervención quirúrgica en su columna vertebral. Pero mi hermano no fue un ser cualquiera, fue un ser dueño de una energía vital que nunca le hubiera permitido verse reducido a depender de los demás para su desempeño. No era un ser común en ningún sentido: poseía un aura que lo distinguió de todos en todo.  Eso explica, en parte, mi decisión de inclinarme por el término huida, porque estoy más que seguro que, contrario al estado de ánimo que se empeñaba en proyectarnos, sufría grandemente y, en su fuero interno, haciendo uso de los dones que recibió de Dios, se las ingenió para canalizar su cambio de plano en una especie de juego espiritual trascendente que le facilitó zafársele a su equívoco destino.

Ahora quedan con nosotros su hombría de bien y su maravillosa capacidad de dar y darse. Ese ánimo afanosamente obsequioso que lo hizo tan especial y cuyo efecto tatuó en nuestros corazones para que ninguno podamos sentirnos solos a partir de hoy. Pienso que esa también es una forma de quedarse con nosotros que fue capaz de calcular su potencial sentido de clarividencia. En mi caso, el de mi esposa y el de mis hijos -sus sobrinos-, las experiencias y vivencias compartidas con él penetrarán la memoria y se nos harán manifiestas en cada calle que transitamos juntos, en cada celebración familiar, en cada adorno u obra pictórica que cuelga en las paredes de nuestra casa, en cada domingo a las once de la mañana cuando, desde la primera planta del edificio donde vivimos, se le oía vocear “¡Riiita!”.

Hoy, mi mente retrocede en el tiempo y lo visualizo cargando o aseando a uno cualquiera de mis hijos en sus años de infancia. Le veo salir a la una de la madrugada desde nuestra casa en la calle Cuba con 16 de agosto y caminar por el centro de la calle hasta llegar a la esquina de la Restauración, mientras yo, también situado en el centro de la calle, pero frente a mi casa, esperaba que él levantara el brazo y me dijera adiós en un gesto que no solo pretendía ser despedida, sino darme la seguridad de que el camino que quedaba por recorrer hasta la calle Mella estaba despejado .Eran los primeros años de mi matrimonio con mi esposa Rita con quien fomentó una amistad tan estrecha que no pocas veces mi hizo sentir celoso.

Ayer, conversando con nuestras amigas Soledad Hernández y Clara de Collado, coincidimos en que mi hermano era una de esas personas respecto de quien uno nunca se ha planteado la posibilidad de su ausencia y que, cuando ello ocurre, se nos va un pedazo de nosotros. Lo mismo me han manifestado mi esposa y cada uno de mis hijos. Sin embargo, esa es la vida y esa la muerte: la vida un suspiro en la eternidad, y la muerte, la indeseable tirana que llega para ser la gran vencedora.

Doy gracias a Dios por haberme dado el hermano que me dio en Franklin, y a Franklin, le doy las gracias por haber existido, por su entrega y esa vocación de servicio de la que fuimos beneficiarios. Su paso por La tierra no deja damnificados del espíritu, sino fieles deudores de amor y gratitud.


 

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