Ana Persia, amor inagotable.
Emerson Soriano
Pareció haberse quedado suspendida en su humana temporalidad. Se privó de tomar, de bailar, de salir, y quién sabe si a veces hasta de comer, para verter todas sus energías en el pulimento de un diamante que Dios le regaló.
Desde entonces sus días se repitieron como un calco uno del otro. Para los otros amanecía, y ese amanecer podía constituir infinitas posibilidades de darse el lujo de tejer sueños y aspirar a más. Para ella solo volvía la claridad, irreverente e ineludible ruptura entre el descanso y la incertidumbre, espacio indeseado, propicio solo para el discurrir de su lotería existencial (quizás alcanzaba a agotar ese día, o quizás no).
Sin embargo, nadie le oyó quejarse, a nadie pidió socorro. Seguramente masticó en silencio la suma de sus carencias, convencida de que publicarlas no las colmaría. Seguramente su vocación religiosa y su fe en un Corazón de Jesús que vi el día que llegué a su casa, descolorido por el paso del tiempo, evitaron más de una vez la desesperación que conduce al final.
Fue la abuela de dos de mis hijos, en quienes invirtió el tesoro de su cariñoso trato, llegando a concursar, con sus desvelos, en las noches en que enfermaron. Conmigo fue dulce, cariñosa y comprensiva en proporción inmerecida.
Con el paso del tiempo su Corazón de Jesús pagó con creces las ofrendas de cera derretida por la lumbre de los anhelos y le permitió ver a su diamante, Martín, al lado de una compañera insustituible como Dolores Llenas, pero también muy acomodado materialmente, como consecuencia de la lucha común con su adorada compañera, condición que le facilitó colmarla de mimos y buen trato.
Ayer me paré frente a su lecho para desearle que Dios le devuelva en gloria el bien que les hizo a mis hijos y la juvenil soberbia que fue capaz de soportarme. No sé si me oyó, creo que sí, porque los muertos oyen y ella ya lo estaba. Ana Persia nos había dejado, y nos había dejado para siempre.
