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miércoles, mayo 1, 2024
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OTEANDO


Iluminada y Minerva: una sola


Por: Emerson Soriano

Franklin entró al lugar y, no bien alcanzaba el mostrador, cuando la divisó, resultando flechado por el impacto de ese encuentro, digamos, inoportuno, porque no fue como lo hubiera deseado. Quizás hubiese resultado más eficaz, en armonía con sus intereses, y hasta productivo, que el encuentro no fuera accidental o, ya que sí lo fue, que la escena contemplada no fuera la que vio. Iluminada hablaba un poco subido el tono, al tiempo que gesticulaba como forma de afianzar lo dicho. Con todo, tenía un encanto mágico -sobre él ejerció siempre una atracción mesmérica-, imposible de ignorar. Y ahora estaba ahí, frente a él, y él frente a ella, solo que ella fingió no verle y continuó conversando con manifiesto desenfado con su interlocutor, un hombre pasado de los cincuenta que, en modo alguno, parecía tener vínculo especial con ella, como no fuera una amistad, acaso de muchos años.

Sin reponerse aún y totalmente turbado, Franklin ordenó al dependiente prepararle algo para comer ahí mismo. Fue hasta donde la cajera y pagó por adelantado -como era la norma habitual en el negocio- lo que ya había ordenado. Transitar desde la caja hasta la mesa que, primeramente, eligió para “esperar su orden” se le convirtió en un interminable camino. Pero, resuelto, hizo la tortuosa travesía. Tortuosa no porque ella fuera a cometer el “error” de mirarle en detalle -el movimiento de sus ojos y su rostro mostraban una indisimulable resolución de no darse por enterada de que él andaba moviéndose en el lugar-, sino porque él no se reponía del aturdimiento que le provocó el encuentro, aturdimiento que descompuso su cinestesia y lo hacía ver más torpe de la cuenta.

La mesa elegida no fue la ideal, porque su plan estaba centrado en seguir viéndola desde una especie de dársena particular, una suerte de encierro que solo permitiera ver desde dentro hacia fuera. Y no era el caso. Así que, para disimularlo, se levantó de nuevo y fue hasta donde el dependiente, le dio unas instrucciones sin importancia alguna, y entonces sí regresó a la mesa de la perspectiva deseada.

Los separaba un entablillado cuyos intersticios les resultaron divinos, ya que les permitían llevar a cabo su empresa explorativa.  Se dijo, “alma gózate”.  Ya podría, por fin, empezar a cometer el delito, perdón, seguro se trató de un deleite, de escrutarla y disfrutarla en todos sus detalles. Por momentos le pareció percibir cierta tosquedad en sus movimientos, pero, a seguidas, eso quedaba disipado por los rasgos definitorios de aquel rostro hermoso, de nariz aquilina y arcos superciliares perfectos que parecían sostener el mundo y, más que una mujer, proyectaban una diosa, digamos que una réplica de Minerva, la diosa de la sabiduría.

La suerte acabó como siempre, cuando de amores imposibles se trata. Ella se levantó intempestiva, se pasó una servilleta por la boca, la estrujó y la puso en la mesa. Se dirigió hacia la puerta dejándole por todo inventario, eso sí, su mejor imagen: el ritmo danzante de sus caderas, y el divino andar de unas piernas preciosas que, antes de difuminarse en la distancia, como se deshicieron en el agua las piernas de Catilanguá Lantemué, lograron quedarse tatuadas en sus pupilas para nunca más ser olvidadas. Ella no miró hacia atrás, acaso porque temió convertirse en una estatua de sal.


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