domingo, junio 8, 2025
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Trujillo: Y diez minutos fueron suficientes…

Créditos: Shaddai Eves, Juan Daniel Balcácer y Luis Salvador Estrella (hijo).

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Ricardo Nieves

En medio del hastío y el sopor, la atmósfera, sofocante y silenciosa, prometía otro día monótono en un país donde el tiempo político y psicológico se había detenido por más de tres décadas. Era martes 30 de mayo de 1961.

Envejecido y prostático, libre de sospechas pasajeras e inquietudes perturbadoras, el tirano marchaba distante y seguro, con total indiferencia ante los acontecimientos que, con el correr de las horas, se entrelazaban junto el azar, la valentía y el coraje de aquel día, bajo cualquier denominación, irrepetible.

Sobre los hombros de su poderoso aparato militar, con terror y sangre invadía todos los rincones del alma nacional. Sin embargo, con tanta capacidad, real y presumida, de absoluto control, aquel martes pasaría por alto el desenlace de los fatídicos minutos que lo seguirían hasta el anochecer.

Convencido de su carácter providencial y de sentirse propietario del destino dominicano, el monarca fagocitaba todo: el Estado, el gobierno y la única fuerza política permitida. Su endurecida obstinación personal suplantaba la voluntad total de una nación oprimida, cuya psiquis colectiva desdibujaba una existencia fantasmal, sometida.

Los hombres del 30 de mayo sostuvieron el plan con firmeza; sabían que, al declinar el día, la suerte de las generaciones siguientes cambiaría ineluctablemente, aunque muchos de ellos jamás lo presenciarían.

Gradualmente, el déspota agotaba su diario ritual: informes de seguridad, visitas rutinarias, colaboradores citados, almuerzo en el Palacio Nacional, un círculo repetitivo que, por tradición, culminaba sin variación.

Entretanto, avanzaba la tarde. A las 5:00, Antonio de la Maza, uno de los “los 7 de la avenida”, tenía la información exacta y la ruta definida del (último) viaje: el autócrata visitaría, de noche y sin escolta, la Hacienda Fundación, en San Cristóbal.

Palpitante, el reloj marcaba las tensiones inevitables del plazo fatal, las horas trémulas que, desde entonces, dividirían en dos mitades la historia nacional. Entre reprimendas y amonestaciones, el gobernante ceniciento regresó distraído de la sede presidencial y, por enésima vez, poco después de las 7:00 de la noche, estaba en la residencia de su madre, en la avenida Máximo Gómez, esquina México.

Ante la impaciencia, los segundos parecían confundirse con los latidos exaltados de cada corazón involucrado. Dos horas después, por fin, alrededor de las 10:00, bajo la tenue luz de la luna, el inconfundible vehículo azul del sátrapa apareció, con su chofer, en la avenida George Washington, camino a San Cristóbal.

Disimulada, la persecución comenzó en la dirección señalada; puerta con puerta, y en marcha, Antonio de la Maza soltó el primer fogonazo. Fue fragmentario y letal, abrió una tronera infame que, de lado a lado, atravesó hombro, brazo, hemitórax y segundo y séptimo espacio intercostal (izquierdos). Brevísimo, intermitente, el destello alumbró la noche oscura y el traje verde olivo que, por última vez, luciría impecable. Su mundo quedó en tinieblas, no tuvo aliento para quejas, agonía o enfado. La historia consigna, de forma irrefutable, que habían transcurrido 10 minutos después de las 10:00 de la noche.

Derrumbado, con el patriarca caerían los bárbaros carceleros, los fríos torturadores, psicópatas temidos y basiliscos sanguinarios; retratos pomposos, bustos imperfectos, estatuas ecuestres, nombres usurpados, charreteras extravagantes, polainas vergonzosas y bicornios desfasados; montones de insignias, escudos, condecoraciones, borlas de sables, medallones conmemorativos, brocados ornamentales, y un listado delirante de títulos insuflados por adulones y lisonjeros ilustrados. Mientras, perversidades inconfesables, glorias fementidas y blasones arrastrados se fundían con el cuerpo agujereado por los proyectiles certeros y unánimes. Desaparecería, por último, el ridículo ceremonial de apologistas biliosos y halagadores por encargo del anciano dictador, casi momificado en su eterno sillón y sofocado allí por la sed de poder, la gula y la sangre de tantos. Todo se desfondó de golpe; como una sombra húmeda, minúscula, yacía de bruces sobre el pavimento mojado. (Y en la fracción de segundos mortales quedaba truncado también el remanso fingido de aquella cita furtiva y nocturnal de placeres estafados).

A pesar de las conmovedoras consecuencias, marcadas por las brutales torturas infligidas a familiares y protagonistas del ajusticiamiento, nada alteraría lo consumado. Ni siquiera la cruzada de sangre y horror que, al final, desataría Ramfis, su primogénito mimado.

Porque en 10 fugaces minutos, en el baúl de un carro, el pánico y la crueldad de 30 años estaban sepultados…Con reverencia, son recordados.


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