El universo de las bastedades
Por : Emerson Soriano
Hundió el pedal de embrague y pisó firmemente el pedal de freno para, a seguidas, poner el cambio fuerte y apagar el motor de su vehículo. Había sido un día largo, lleno de obstáculos vencidos y por vencer, pues nunca se agota el día sin que haya aparecido algo que no se pudo terminar de resolver y que ha de quedarse “para mañana”. Se había topado con toda suerte de desafíos, pero no le importaba, así eran todos los días en su oficio. Demandaban “cuchillo en boca”, resolución para vencer, y además, evadir -por tormentoso- el sentimiento de culpa que seguía a cada acto vencedor. Porque es cosa sabida que en toda lucha el vencido lo ha sido porque fue más débil, o porque fue más torpe. Luego, aunque “si no comes de la vida, la vida te come”, saber que tu éxito en la contienda se debió a un desbalance de aptitudes, o lo fue merced a tus malas artes te impide disfrutarlo a plenitud. Será siempre una victoria pírrica, que dejará subyacente en ti la amarga sensación de tu deshonesto aprovechamiento. Y más aún, te mantiene en la interminable y karmática espera de recibir por correlato un engaño idéntico al que has practicado. Lo que deviene infernal, porque no logras adivinar por dónde vendrá el zarpazo “vengador”.
Pero era “el estilo del mundo”, y nada podía hacer para cambiarlo, ya que, como había aprendido de Maquiavelo, “no estaba en el mundo para arreglarlo, sino para comprenderlo y vivir en él”. Por ello no se detenía demasiado a reflexionar sobre algo que no estaba en capacidad de resolver, y se entregaba acaso instintivamente a la tarea cotidiana como quien mira hacia abajo queriendo distraerse de cuánto falta por recorrer para alcanzar la meta, en la esperanza de que al levantar de nuevo la mirada se sorprenderá gratamente de haber recorrido ya el trayecto que certifica y corona los “logros” de la faena.
Ahora era vendedor de seguros, pero, en su accidentada existencia, había probado más de una forma de sobrevivencia. Era en fin de cuentas lo que hacían todos, sobrevivir, sobrevivir al día presente, solo para tener “otro día para morir”. Porque, en esto, un hombre no es distinto de un escarabajo, o cualquier otro espécimen del mundo entomológico, está arrojado a la existencia sin su permiso. Tampoco puede elegir una existencia equis , en ninguna de sus modalidades, ni mucho menos impedir su finitud.
Sobrevivir era pues el imperativo y, para lograrlo, desde su temprana niñez, hubo de asumir el papel de siervo. Siervo del otro, siervo de las costumbres, siervo de los prejuicios predominantes en su entorno , del egoísmo ajeno y del propio, y siervo sobre todo del sistema, que mide a todos por su rendimiento, no por virtudes morales ni nada por el estilo. Si rindes, resultas útil al sistema, para el que solo eres un número, no una persona. Ahora había llegado la hora de ese anhelado paréntesis en que se sale del obligado escenario bélico donde debes cuidar frente, flancos y retaguardia a la vez. Escenario que no te permite el lujo de los resquicios, so pena de quedar aniquilado a la primera distracción. Había llegado al lugar donde no tenía que cuidarse de nada ni de nadie, el único que era remanso de paz, donde nada tenía que arrebatar, porque todo le era dado con suficiencia y, es más, en abundancia. Había llegado por fin a su hogar, a su universo de las bastedades.