Allí donde caiga la balanza se revelará el parteaguas de la función pública: la inteligencia decente o la codicia voraz. Unos tomarán el camino discreto hacia la cima, otros, directo al lodazal.
Como velero en medio del mar, el servicio público es liviano y oscilante. La prudencia gobierna las velas y enseña cómo capear el temporal. Al margen de las consecuencias visibles, abundarán quienes, hambrientos de fortuna, zarparán como dé lugar. Nuestra debilidad institucional es una quebrada constante, y la aventura de “jugársela” se vuelve golosa, predecible y ajena al riesgo de fracasar.
En cualquiera de sus versiones, el hechizo del poder imita un estado hipnótico temporal. Una epifanía transitoria y embriagadora, un falso prodigio del azar. En ese ínterin de espejismo y voluntad muchos no logran distinguir, a tiempo y con claridad, el pasadizo de la moderación del barranco de la codicia y del afán. Así, el sueño del dinero fácil, omitiendo las reglas del orden social, puede terminar en pesadilla fatal.
La avaricia es un veneno que el poder político multiplica cuando falta la dosis necesaria del remedio moral. Por ese y otros dilemas, la razón ideó la ética. Antídoto y alerta temprana contra la enfermedad que desata la toxina inmoral. Quienes burlan la ética y la ley no solo embarran su honra personal, manchan también páginas enteras del álbum familiar…
La decencia -por su raíz latina- remite a la dignidad, al obrar conveniente, al correcto accionar. En su acepción más humilde equivale a realizar aquello que, mesuradamente, armoniza con lo adecuado. Distinguir lo justo de lo degradante es la empresa épica de los mortales; y todavía más para quienes, investidos de autoridad, cargan la obligación legal de servir a sus iguales.
El coraje se templa cuando prevalece sobre la vergüenza, el miedo y la dificultad; cuando sostiene la dignidad a flote aún en las condiciones más perentorias e infames.
Muchos no temerán al castigo real, pero sí al señalamiento del desprestigio social; los corrompidos actúan cuando, al pasar balance, predomina en su creencia una elevada probabilidad de salir airosos, de no fallar. Mujeres y hombres públicos, desprovistos de la prudencia esencial, incrementan el riesgo de traicionar la confianza ciudadana y de arrastrar, con los suyos, la propia dignidad.
En medio de la marea, sopesando la tentación y la pertinencia, la decencia reflexiona mientras se balancea. Debe optar entre el mal proceder y el buen obrar, tomando siempre en cuenta cuánto podría perder en lugar de cuánto dejaría de ganar.
Cuando los ornamentos presuntuosos de la grandeza, independientemente del valor y la fortaleza, erosionan la integridad, pesan demasiado sobre la conciencia. Y con elevadísimas consecuencias, hay cuentas que resultan imposibles de saldar.
El hundimiento moral que acarrea la deshonestidad corroe la vergüenza pública, destroza el crédito personal y alcanza para ensuciar la genealogía más férrea. El estigma de su aguijón, enlodando la descendencia, podría tocar otra generación. Si la mala fama se transforma en mancha familiar, rara vez obtiene la indulgencia de la historia o el indulto social.
La impronta más poderosa de nuestra era -unas veces para bien, otras para mal- es la manera en que conservamos la memoria generacional. Con la llegada de Google, la “nube” del algoritmo pastorea el recuerdo con una persistencia cada día más imborrable, incisiva, puntual.
Los vestigios de la degradación pública desbordan la esfera individual. Registran un archivo memorioso donde nombres y apellidos revolotean como una cuerda vibrante, irremediable y pertinaz. Los corruptos comprobados podrán eludir el brazo de la justicia, pero difícilmente escaparán del sumario ineludible de la historia digital.
Google no olvida ni borra jamás…