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sábado, abril 27, 2024
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OTEANDO


EL ELEGIDO NAUFRAGIO DE PAUL DREXLER

Por : Emerson Soriano


Los días se repiten con una simetría que los hace indiferentes a su vista, a su ser. Él está sentado en una butaca ubicada al borde de un mostrador de costaneras. El tope de la butaca es soportado por un trozo de roble joven con sus inevitables torsiones y nudos. Por techo le cubre un archipiélago de hojas de cana, cuyos intersticios dejan colar los rayos del radiante sol. Su mirada se pierde en el horizonte en busca de nada. Detrás de sí se levantan, como pingüinos que intentan calentarse unos a otros, los edificios de hoteles que alojan turistas provenientes de lugares remotos. Él no, él no es un turista. Llegó hasta el lugar como tripulante en un barco trasatlántico -primer maquinista- y el azar lo arrojó hacia las piernas de una mulata de vida alegre, dueña de una sudoración acre y un olor característico que estimularon su senil instinto.

La calurosa tarde en que partió su barco, él suspiraba extenuado en una choza de barro techada de yaguas, al final de uno de esos encuentros lleno de erotismo que le proporcionaba su nuevo “amor”, a los que, en una semana, ya se había hecho adicto. No pareció importarle el sonido de la bocina de niebla de su embarcación, que anunciaba las maniobras de salida del muelle y que se fue disipando en el viento, al tiempo que se quedaba dormido con la cabeza recostada en el vientre de su amada quien, honrando los hábitos de su “oficio”, lo abandonó pasado el primer mes desde que se conocieron.

Con un carnet de marino mercante por toda identificación, se fue convirtiendo en uno más de los habitantes del pueblo. Lo asimilaron y se incorporó allí donde, para sobrevivir, ejerció más de un oficio, desde reparador de artículos electrodomésticos hasta pulidor de ámbar. La vida lo fue sumiendo en la indiferencia de sí mismo y la ajena hasta alcanzar una especie de sonambulismo al influjo del cual se activaban sus movimientos. Llegaba al tarantín donde ahora se encontraba todos los días hacia las dos de la tarde, pedía al “bartender” una cerveza tras otra, hasta completar seis, generalmente cuando ya se empezaba a poner el sol.

En esta ocasión no era distinto, estaba allí cumpliendo con su rito cotidiano de honrar a Baco, vistiendo como única prenda un pantalón al que le había mutilado las piernas, el resto de su cuerpo exhibía una desnudez que acaso ayudaba a disimular el entorno playero. Pero su gran desnudez sí que era imperceptible a los demás, porque estaba en su interior, indescifrable al escrutinio de la curiosidad, si alguna, pues era evidente que a nadie le importaba. Era más bien una suma de desnudeces: estaba desnudo de amigos, desnudo de amor, desnudo de planes. Era pues, la desnudez hija de las ausencias y de las soledades, que hace inercia a su mitigación e invita a una resignada conmiseración. Rondaba los setenta y, como sucede a todos, ya se hacían manifiestas las disminuciones propias de la edad: había perdido el equilibrio, su visión era cada vez más borrosa, su piel más sensible y su sordera más aguda. Su sentido del tacto no le permitía ya ni siquiera determinar el lugar exacto de su parte más innoble, la cual buscaba errante a la hora de ponerse un supositorio.

La noche empezó a tender su espeso manto sobre la claridad. Se levantó y empezó a caminar rumbo al norte. Unos chiquillos jugaban a la pelota en el callejón por donde entraba hacia la pieza parte atrás que habitaba. Su perro, realengo, pero fiel, le esperaba celando ferozmente su puerta de entrada. Activó la perilla para encender la luz, pero los cables de la energía habían sido cortados por el vecino que se la suministraba por caridad. Buscó afanosamente en sus bolsillos donde encontró, por fin, el fósforo de su “salvación”. Encendió una vela que no llegó a apagar habiéndose quedado dormido. La vela incendió su mosquitero y, al despertar, solo alcanzó a tragar la última de las flamas que, ya dormido, tenía ratos inhalando. Fue enterrado merced a una colecta entre vecinos en “El cementerio de los pobres”, colindante con una finca cenagosa en la que se erguían orgullosos los nenúfares guardianes de la eternidad. Su epitafio se escribió en una cartulina clavada en la improvisada cruz de palo donde apenas si se leía: “Paul Drexler. Fue un buen hombre”.


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