La lacra de la vulgaridad
Con mucha tristeza, acabo de ver un mensaje que ha posteado en la red social “Equis” mi amiga Alba Beard, magistrada de nuestro Tribunal Constitucional, en el que expresa su contrariado ánimo por el hecho de que la seguridad del presidente Abinader la retuvo a la entrada del lugar donde hoy se celebra la Audiencia Solemne de dicho tribunal con motivo del día de nuestra Constitución.
Puedo comprender el estado de ánimo de la magistrada, mas no los términos en que lo expresa, y mucho menos, la abundancia de faltas ortográficas de su texto; pues ella, por su investidura, tiene un compromiso con la correcta escritura y los buenos modales, mismos que incluyen el desprecio por la vulgaridad expresiva.
Con la magistrada cursé la Maestría en Procedimiento Civil de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (Campus Santiago) en la época en que ella se desempeñaba como Fiscal adjunta del Distrito Nacional, y puedo dar testimonio de su trato cordial y compañerismo solidario. Conservo aún un ejemplar de Código Procesal Penal que me regalara dedicado de su puño y letra. Es alguien con sobrada inteligencia y aptitud para la comprensión del Derecho y de alta integridad moral. Sin embargo, tales atributos son necesarios para el desempeño de un cargo como el que ostenta, mas no suficientes.
Para la gestión pública, es preciso que se conjuguen en cada actor una miríada de atributos dentro de los cuales no deberían faltar, mínimamente, buena actitud para la interacción social e inteligencia emocional y el grado de tolerancia que de ella se deriva, pero, sobre todo, una adecuada y sana aptitud hermenéutica acerca de lo que es el Estado. Entender el Estado, requiere visualizarlo al menos desde los niveles de análisis formal, semántico y el sociocultural: conocer su estructura y funcionamiento, cómo los ciudadanos lo perciben y qué valor le asignan en su cultura.
Por todo lo anterior, de alguien con la investidura de la magistrada Alba Beard, se espera que entienda que, quienes realizan la labor de seguridad del presidente de la república en un país como el nuestro, no necesariamente son los más avezados en tales lides y que, por algo, apenas si realizan la función de “atajar” jueces y no la de jueces propiamente dicha. Por lo que, ante lo sucedido, le hubiese quedado mejor retirarse del lugar que denunciar el suceso, sobre todo en los términos que lo hizo.
La culpa no es solo suya, lo es también de nuestros políticos. Sí, de esos mismos políticos que, en cada ocasión en que han elegido este tipo de funcionarios, lo han hecho atendiendo más a la articulación o cercanía que tenga cada postulante con ellos que al conjunto de cualidades que deben adornarlo. En la especie, insisto, es necesario tener las destrezas técnicas que califiquen al postulante, pero, eso no lo es todo, resultan imprescindibles las demás cualidades que ya he mencionado.
Escribo este artículo confiado en que la magistrada aludida comprenderá que, al hacerlo, no me anima la mezquindad y en que ella sabrá situarse por encima de la mediocridad de interpretación a la hora de haberlo leído. Me considero su amigo y, “quien te quiere es quien te hace llorar”. Desde el fondo de mi corazón, formulo mis mejores votos porque esta decepcionante experiencia contribuya a que se avance en la manera de evaluar los aspirantes a ese tipo de cargos y, además, porque este artículo, en vez de afligir o molestar a mi apreciada amiga, la empuje hacia la reflexión y, por qué no, hacia la rectificación de su conducta. Es lo menos que la población espera de ella. La rectificación la elevará en la estima pública y en sus propios pares en su tribunal; en cambio, su silencio la reduciría. Tenemos una generación amenazada por una cultura de la vulgaridad que nuestro liderazgo no puede replicar, hay que defender nuestra juventud de esa lacra.