viernes, noviembre 22, 2024
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La nueva armadura del amor | Por Ricardo Nieves


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La nueva armadura del amor

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                                              RICARDO NIEVES

El yo romántico, como estructura psíquica, transformó la armadura del autoconcepto y la percepción individual. La voluntad romántica cambió con la Modernidad; tanto por la manera en que queremos cuanto por los modos en que perseguimos los sentimientos. Eva Illouz (2012), en su ensayo “Por qué duele el amor”, aborda el trajinar del comportamiento amoroso desde el instante en que las restricciones impuestas por el Viejo Régimen fueron disueltas.

Despejada la cuesta de una sociedad camuflada por el espejismo y la fantasía, emergió la otra que invitaba a “vivir sin compromiso alguno con valores ni principios superiores, sin el fervor ni el éxtasis de lo sagrado, sin el heroísmo de los santos y sin la incertidumbre y el orden de los mandamientos divinos”.

Terminaron las ficciones que -recuerda Illouz- daban consuelo y embellecían nuestra existencia, en medio de la ignorancia, la pobreza crónica y la opresión impuesta por el orden sagrado. El efecto devastador de la Modernidad cruzó por encima de aquel pasado de posibilidades emocionantes pero limitadas y sombrías. Un remolino se manifestó sobre el amor de forma mucho más evidente que en cualquiera otra esfera de las relaciones intrínsecas, personales.

Rotas las cadenas, el advenimiento del Iluminismo, promesa triunfal de la libertad y el progreso, generó una secuencia de eventos que involucraron la parte afectiva y sentimental de la vida: “El impacto de la Modernidad fue arrollador en los nexos sociales, las relaciones interpersonales, la disolución de los lazos comunales y la reivindicación de la igualdad sobre la identidad”.

Inagotable y sorprendente, el mundo griego nos dejó una enriquecedora y sofisticada comprensión del amor. Recuadro de cualidades que, si bien no captan la totalidad de los matices, con Platón, llegaron hasta el umbral de la amistad. Cuatro son las ramas fundacionales del amor, torrente de emociones que busca aliviar el dolor, aunque no siempre lo consiga.

El Ágape, en principio, abarcaba a la esposa y los hijos. Los cristianos helenizados lo asociaron con el amor de Dios por la humanidad, de ahí su ligamen a la virtud y la caridad. Para Tomás de Aquino era la voluntad de hacer el bien a los demás, rozando el techo del amor divino. En oposición estaba Eros, significado claro de placer y atracción sexual que, en El Banquete de Platón, subraya la estima por la belleza interior y la admiración que supera la encarnación específica. La Phillía, practicaba el amor desapasionado y virtuoso que sentimos por las personas cercanas, íntimas y afectivas; agrupa familia, amigos y comunidad, tratados como iguales. Finalmente, Storgé, de menos uso lingüístico, atestigua el amor por los hijos, amplificado por igual a la ciudad y la comunidad.

La galería diversa del amor griego tiene una amplia cosmovisión. Aristóteles (en Ética a Nicómaco), menciona la Philautía que, entre razón y virtud, concierne al amor propio, relacionado con la amistad, al punto que nuestra autovaloración es la que los demás esperan recibir. Platón inscribe en la Philotimia a quienes se enamoran de los títulos, honores, condecoraciones y victorias. La Philoposia (en El Banquete) apunta a Sócrates y revela la pasión y el placer por la bebida. Por último, categoría epistemológica, la Philosophia, palabra fundada por Pitágoras (570-490 a. C) que resplandecerá luego como disposición afectiva y, más que eso, como amor supremo por el saber, la indagación y la búsqueda de la sabiduría.

Saltando los siglos, tocamos las puertas herméticas del amor medieval, los rígidos marcos de la nobleza heráldica, adornado por el galanteo refinado de aristócratas y caballeros; el paso largo del amor señorial, tantas veces prohibido, inalcanzable o fingido. El noviazgo como tal no existía, contando únicamente con los esponsales: un acuerdo prenupcial y compromiso empeñado en “darse palabra de matrimonio”. Antes del romanticismo, la palabra novio o novia era empleada casi exclusivamente para quien estaba a punto de consumar la unión. Hasta finales del siglo XIX y principios del XX, en occidente, fue asunto de alianzas y conveniencias familiares, concertada entre los padres de los enamorados. La sexualidad y las relaciones íntimas fueron vistas como pecaminosas y cada estigma terminaba facturado a Adán y Eva, dado el monopolio del saber y del hacer que poseía la Iglesia. Abonando que, el acto sexual tenía como única y destinada finalidad la reproducción…

Desde el balcón de la nobleza, mitificada y formal, hasta los tugurios de la plebe y la picaresca, el amor navegó contra vientos fastidiosos y encabritados. Durante siglos, en Europa occidental, el mundo amoroso fue tejido por los ideales predominantes de la caballerosidad, la cortesía y el romanticismo. Illouz aduce que esa visión nucleó la debilidad femenina en una escala de “valores culturales que, al tiempo que la glorificaba también reafirmaba el poder masculino y el supuesto carácter protector del varón. Sembrada colectivamente, la inferioridad social de las mujeres fue compensada con la devoción absoluta de los hombres frente a ellas que, a su vez, funcionaba como contexto para demostración y ejercicio de la masculinidad, la valentía y el honor.”

El romanticismo, con su sarta de héroes apasionantes y encandilados, marchó encaminado por el cortejo y la entrega total a la persona amada. Por eso devino tan hondo el amor placentero como el sufrimiento probable, ocasionado por la imposibilidad o la ruptura. La idealización del otro desplazaba cualquier atisbo racional: la pasión impuso que, de ser necesario, se admitiera el martirio, el sacrificio personal. Novelas y poemas románticos del ayer evocan las fértiles leyendas de ese amor casto, épico, sacrificado…

Desenvueltos de aquella atadura, del amor reaparecen los nuevos enredos de los sentimientos que, en la posmodernidad, superaron su antigua vocación mística. Hoy, las simplificaciones ultramodernas son encargadas a la psicología evolutiva, los terapeutas y a las neurociencias. Resistiendo la imaginación, sabemos que en nuestro cerebro el amor desvela una amalgama de sustancias bioquímicas, moduladoras, que equilibran un tándem de hormonas y neurotransmisores sorprendentes y medibles.

Que el feminismo de la segunda ola, la dialéctica del sexo, las tecnologías de la elección han racionalizado el proceso y el ritual de la selección de parejas. Que la hipertrófica pornografización de la sociedad posmoderna ha herido al amor y amenazado la intimidad, la pasión. Pero que, a pesar de todos los pesares, el Amor verdadero, todavía, permanece y vale…


 

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