OTEANDO

Emerson Soriano
Era domingo por la tarde, ese momento que poetas y escritores describen como muy triste, quizás porque te sitúa en franco apartamiento de los demás, o porque los demás se han situado en franco apartamiento de ti. Qué importaba ahora la causa. Lo cierto es que era domingo, y se sentía en la atmósfera ese peso cruel del silencio que deriva de la estática, de la detención del movimiento de las cosas, de las máquinas. Era como si estas poseyeran un alma o una fuerza vital que entraba en reposo, o en un sueño profundo, para despertar el lunes después de recobradas las energías necesarias para una semana más de agotadores afanes por satisfacer las ambiciones humanas de sus “manipulantes”, por quienes su condición objetual les privaba sentir siquiera el natural y justo desprecio que siente el siervo por el amo que lo maltrata. Y es que, así no fueran objetos, nada hubieran podido hacer para cambiar su suerte: eran como todo y como todos, de alguna forma siervos de otro, fuera por efecto de una decisión propia o ajena, errónea o acertada, consciente o inconsciente. Como resultado, él apenas si era aquella famosa “pincelada más” en el lúgubre cuadro de un frenado atardecer.
Se asomó a la ventana como para confirmar si el universo seguía ahí, real, si no era el engañoso resultado de un inestrenado solipsismo, olvidando que eso no sería -como nunca lo fue- resuelto por el apartado desencuentro entre la conciencia y mente de mortal alguno. Con todo, seguía siendo domingo, de eso sí estaba seguro, y de que al otro día sería lunes y todos tendrían algo por hacer que los sacaría de ese aburrido paréntesis. Sí, todos, menos él. A él ya no le esperaba ninguna tarea por hacer, ningún programa al que dar seguimiento, ninguna meta por cumplir. Hacia tiempo ya que se encontraba en un forzoso retiro que lo había apartado de una carrera militar ausente de ocio: una jornada allí, otra aquí, misiones transcontinentales, fuerzas de tarea, en fin, todo ese rosario de actividades al que te somete la vida militar “productiva”.
Ahora se encontraba solo, con la silenciosa compañía de un gato persa al que llamaba Yago y su leal perro labrador llamado Pinzón. Sus días se diluían entre el rutinario proveimiento de alimentos a sus mascotas y la contemplación del horizonte, un horizonte que cada vez se volvía más próximo, cuestión deducida de la cortedad que advertía en ese recorrido regresivo que hacía su vista desde aquel punto extremo exterior hasta el lugar donde se encontraba. Este fenómeno devenía el tropo definidor de su propia existencia, que se volvía cada vez más corta y menos interesante siempre que se detenía a pensarla. Atrás habían quedado los tiempos en que amigos y extraños celebraban sus victorias y compartían con él los momentos de gloria y felicidad, esa felicidad que siempre es efímera e insuficiente. No tenía planes porque no se puede hacer planes sin la certeza de la durabilidad, y esta es cada vez más incierta en la vida de un septuagenario. En su juventud, Colón leía con voracidad los clásicos, declamaba de memoria a Borges, Lorca, Peza y Homero. Pero, poco a poco fue perdiendo el interés por el conocimiento -o quizás sería mejor decir que fue disminuyendo su vanidad-, era solo el gavilán “cansado que echaba a las palomas pan”.
¡Ay, pensó, “con cuánta rapidez pasa la vida, con cuánta ilusión desgrané sobre mi descendencia la semilla de una trascendencia imaginada como tesoro compartido a la hora de la clausura del último acto de esta escena! ¿Caben ahora la tristeza y las rectificaciones? ¿No es el final igual para todos en esa sensación de insuficiencia y arrepentimiento, hayas obrado de una forma o contrario a ella? Conviene que encuentre yo consuelo en mis propias palabras, que construya con ellas los bienes de mi nostalgia, pues todo hombre debe tener el ingenio o el valor de levantarse de entre sus propias ruinas y construir sobre ellas el edificio del desapego cuando el final lo reclama, y saber morir viviendo, abandonando los bienes que le fueron dados en préstamo solo para administrarlos, con o sin prudencia, pues, en lo que hace al final, da lo mismo una u otra cosa”. Se retiró de la ventana y volvió a sumirse -o consumirse- en su hoguera interior, en su propia compañía, la única con la que había venido al mundo y con la que estaba obligado a irse, llegado el momento.