En las interioridades del cerebro agresor
Horrorizados, observamos manos infantiles quemadas por sus mismos progenitores. Conmueven las escenas perturbadoras en las que dos sujetos se enfrentan -a veces con resultados fatales- tras el roce de sus vehículos, en plena calle. Incontables sucesos en los que, apenas por nimiedades, estallan reacciones desproporcionadas, bárbaras respuestas y agresiones salvajes.
El acto de agredir -sea impulsivo o planificado- no envuelve atisbo de piedad, rompe la convivencia social y suele perpetrarse sin ningún límite de sensibilidad. La raya civilizatoria, vertiente evolutiva del discernimiento razonable, se borra de adentro hacia fuera, desde lo más profundo del alma humana.
Las motivaciones varían según las circunstancias; con todo, siempre aparecerán quienes estén dispuestos a atentar contra los demás, sin un ápice de misericordia ética, con mayúscula frialdad.
Cerebros rústicos, mal entrenados, disponibles para maniobras violentas y ejecuciones escalofriantes comparten, en el núcleo de la agresión, un nexo común y determinante: el silencio de la voz interior, vale decir, de la honda conciencia.
Cuando los canales inhibitorios, intermediarios y moduladores de nuestras decisiones (sean repentinas o calculadas) están ausentes, convierten al cerebro en una maquinaria espantosa. Estos comportamientos se repiten en personas de estratos sociales diversos, roles culturales distintos y estilos de vida absolutamente diferentes.
Una explicación neurobiológica, ético-social y antropológica, arroja bastante luz sobre la agresión, casi tribal, que perdura en segmentos sociales de cualquier linaje. Los humanos estamos dotados de una tríada demoledora: somos crédulos, impulsivos y jerárquicos. Una arquitectura cerebral diseñada para creer cualquier cosa, satisfacer necesidades inmediatas y, sabiendo que muchos pueden obedecer, dominar a quienes lo consientan.
Nuestro salto evolutivo más relevante fue el tránsito del estímulo instantáneo (automático) a la respuesta mental inhibitoria; esto permitió detenernos, ganar tiempo y, dentro de la pausa mental, frenar los impulsos primarios. Factores intermediarios -como observa José Antonio Marina- incorporan recuerdos, proyecciones, cálculos, decisiones y, aún más trascedente, la habilidad multifacética de analizar. Diferenciar la amenaza real de una creencia engañosa facilitó el brinco de la bestia ruda a la tecnificación civilizatoria.
En términos neurobiológicos, la civilización implica esa transmisión de la información por vías lentas, programadas, con mayor cuidado y precisión. Abandona el camino añejo de la reacción rápida (neural, instintiva), para abrirse a la vía alternativa de la reflexión: la autoconciencia.
Los arrebatos primitivos, empero, pernoctan como remedo arcaico, precipitándose sin cesar. Un cerebro incapaz de canalizar la obligación “moderna” de detenerse, queda a merced de la pulsión agresiva, alevosa y maquinal.
Empotrar esos frenos neurobiológicos -intermediarios, pausados, analíticos- marcó el umbral que, según Marina, selló la aparición del signo: representación mental de algo que, en principio, imaginado o pensado, concibió el símbolo como hito concretizado.
Nuestro vivero lingüístico fue trascendental. Su dinamismo, durante cientos de miles de años, maduró lentamente hasta alcanzar la plenitud del lenguaje. Michael Gazzaniga lo ha patentizado: “al constatar el funcionamiento de los cerebros cuyos hemisferios habían sido separados mediante operación quirúrgica, y que el sujeto solo era consciente de la información que procesaba el hemisferio lingüístico; es decir, que la conciencia y el lenguaje comparten los mismos recursos…” En efecto, si el habla interior (conciencia) falla o tarda en responder adecuadamente, sobreviene la hecatombe en las calles y los rincones mundanos: abordar un conflicto se vuelve sinónimo de súbita agresión y estallido inmediato.
La función cerebral sigue siendo transformada por el uso de los signos del lenguaje, vinculando el autocontrol con el componente social y cultural. El autocontrol redefine la más sofisticada función de nuestra eficiencia mental, dado que las facultades utilizadas de forma no consciente (percepción, atención, memoria, asociación, escape…) pasan a ser dirigidas, evaluadas y monitorizadas, transformándose en un nuevo sistema de control reflexivo y consciente, propio de la inteligencia dual…
Estudios neuropedagógicos recientes (Durham, 2025) recomiendan que los mejores maestros deben encargarse de los primeros años de formación. Pues, más que transmitir contenidos, la escuela primaria moldea temprano las actitudes del niño, fundamento de las buenas personas que a largo plazo esperamos.
La educación -recuerda Umberto Eco- nos ha hecho más hábiles para comprender cuando debemos detenernos. Porque quien no sabe detenerse es un analfabeto cualquiera, aunque vaya sobre ruedas…
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
- Advertisment -
- Advertisment -
- Advertisment -
- Advertisment -
- Advertisment -
- Advertisment -