El abandono del Estado en la vejez
Emerson Soriano
Probablemente usted ande por ahí siendo sin ser, ostentando una representación pública sin haber alcanzado conciencia plena de la misión ínsita a su cargo. Y es probable que, es más, ignore -sea adrede, sea porque nunca se enteró de que existen- las necesidades humanas que dieron origen al surgimiento de los gobiernos. Es posible que su naturaleza egoísta le haga desdeñar los principios antropológicos, filosóficos y de humanidad que forzaron, y fuerzan aún, la gregariedad que termina construyendo la idea de política y su culmen en esa institución mayor denominada Estado. Pero lo cierto es que ni la política ni el Estado tendrían razón de ser como no fuera a partir de la idea de solidaridad.
Lo anterior viene a cuento a propósito de la indiferencia de nuestro Estado con la inhabilidad que encierra ese estadio de nuestra existencia llamado vejez, ese mismo en que se disipa el horizonte de proyección de la vida, en el que no es posible hacer planes a largo plazo, en el que la vida se reparte en ciclos circadianos sin que se pueda predecir, ni jugando a la adivinación, si habrá un mañana, donde la aspiración de cada día por vivir es lotería, y la certeza de cada día vivido una ñapa. Por eso, el abandono del Estado en esta etapa de la vida es peor que el abandono en la etapa de la infancia: aunque el neonato es ya suficientemente viejo para morir, es innegable que el viejo tiene más números comprados en la rifa de la finitud.
En otras palabras, en su compartida condición de “arrojados al mundo” que proclama Heidegger, el niño tiene, en principio, más tiempo para maniobrar a su favor que el viejo. Tiene, incluso, más oportunidad para exponerse al azar con la esperanza de que le sea benévolo. La vejez presiona, y hasta diluye las esperanzas, no admite la visión postkeynesiana que aspira al Estado minimalista e indiferente: aún los libertarios más devotos deberían reparar en ello. Con todo, en nuestro país, el Estado se ha olvidado totalmente de que los ancianos importan. Políticos y representantes duermen indiferentes en el regazo de un sector financiero que ha anulado su sensibilidad a fuerza de papeletas, un sector que, por desatino de un Gobierno pasado, se alzó con el santo y la limosna, monopolizando los servicios de salud y el sistema de pensiones.
Y lo peor de todo es que, quienes propiciaron la falsificación de nuestra “seguridad social”, aun andan por ahí vendiendo esperanzas políticas y haciéndose pasar por honestos y humanos: por el día se mezclan “compasivos” entre los que compran -cuando pueden- en las llamadas “farmacias del pueblo” un medicamento genérico sin ningún control de calidad, que le quita un dolor momentáneo para, a largo plazo, dañar su hígado o dejarle cualquier secuela mortal; pero, por las noches, se reúnen entre los de su casta a consumir caviar Beluga iraní marca Tanit y las mejores champañas, queso de Burgos con membrillo, mismos que disfrutan más placenteramente en la medida en que saben que mayor número de personas están privadas de su “dolce vita”.
Mientras tanto, ¿el Estado? Bien, gracias. La mayoría de nuestra representación sigue indiferente al saqueo de las A.R.S. y las A.F.P. Es más, a muchos de nuestros políticos que propiciaron nuestra famosa Ley de “Seguridad Social”, les fueron concedidas, por medio de testaferros, acciones en tales entidades “salvadoras” del sistema, con cuyos beneficios hoy financian sus campañas para mantenerse en la cima con un pie puesto en el cuello del pueblo. Para palear la situación, los gobiernos han debido hacer malabares. En el caso de las enfermedades catastróficas, han debido inventar, por ejemplo, el famoso sistema de “medicamentos de alto costo”, mismo que, como es natural, no alcanza para todos. Por lo que muchos mueren por no poder acceder a él.
Los adversarios del Gobierno dicen que Luis Abinader no solucionará el problema, argumentando injustamente que pertenece a esa oligarquía que se beneficia de la Ley de “Seguridad Social”. Personalmente, parodiando la canción de Montaner, pienso que “un hombre solo es humano si sabe justificarlo”. Y más, estoy convencido de que el presidente lo es. Solo falta que asuma la responsabilidad histórica y su costo. Teniendo en cuenta siempre que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, y que no se pasa a la historia por darle mas a los que más tienen, sino por quitarle menos a los que menos tienen. Si lo hace, mañana podrá pasearse por las calles satisfecho de haber contribuido a la dignidad de sus iguales, si no, cargará con el lastre que cargan hoy quienes propiciaron ese adefesio, en los cuales, por mucho que muestren sus caritas limpias, el pueblo solo reconoce a farsantes rémoras estatales.