viernes, octubre 18, 2024

OTEANDO


El regreso de Elvio

Cuento de Emerson Soriano


Se asomó a la puerta del viejo bar. Escrutaba las caras buscando en vano alguna que le fuera familiar. Pero, ¡todo había cambiado tanto! Los parroquianos parecían materia hija de tiempo nuevo encapsulada en espacio viejo, sustancia reciente, vertida en la apenas si reconocida vieja vasija que en el pasado alojó el néctar dador de su ya disminuida vitalidad, cuando se paseaba los domingos por las calles de su pueblo, con unos pantalones Levi’s blancos y tenis Conversse blanqueados a fuerza de óxido de Zinc -vestimenta signo de distinción de entonces-, evitando sentarse en los bancos del parque para no ensuciar su ropa. Pues, él también había cambiado, si bien había un rasgo de su personalidad que permanecía inmutable: esa mirada triste, y a veces perdida, reflejo acaso de las penas que habitaron su alma, o, porqué no, signo inevitable de una memoria genética reluctante a ser desdeñada a fuerza de fabricadas voluntades.

Fue inútil, no pudo identificar a nadie conocido. Habían pasado más de cuatro décadas desde que una madrugada de invierno caribeño, acaso con desgana, pero empujado por el natural instinto de sobrevivencia ínsito a todos los hombres, abrió las puertas de su casa en la calle Eusebio Manzueta, en el populoso sector de Villa Consuelo de la ciudad capital, para sentir en su joven rostro una brisa suave y fría, y esperar en la acera el vehículo que lo conduciría al Aeropuerto Internacional de Las Américas, donde abordaría un vuelo que lo conduciría hasta España, punto de conexión para tomar otro vuelo con destino a Rusia, lugar donde consiguió una beca para cursar estudios superiores.

Por entonces, la beca en la URSS, constituía cierto privilegio. Sobre todo porque “rescataba” de los pueblos deprimidos económicamente a jóvenes con la aptitud para estudiar, pero a quienes frenaba la situación familiar: por cada casa hasta diez hijos, un padre agricultor, sastre, barbero, chofer, billetero, colmadero, empleado de tienda, trabero, o bombero que llevaba diariamente lo poco que producía para proveer a su prole, y una madre de oficios domésticos que, excepcionalmente, cosía las ropas de sus vecinas o bordaba paños y manteles para ayudar con los gastos del hogar.

En fin, se fue. No tenía de otra. Los que se quedaron, hablaban de él y de todos los que tuvieron la misma oportunidad, con una especie de anhelada suerte, de reconocida fortuna deducida de su incardinación en un “nuevo mundo”, allá en tierra firme. Pero ahora, todo parecía inasimilable. Se agolparon en su pecho una angustiosa combinación de recuerdos y asombro que inhibieron su espíritu. Desde el fondo del bar, Alfonso y Hermógenes, quienes fueron dos mozuelos por la época en que él era ya bachiller, conjeturaban sobre su parecido con alguien conocido. Alfonso le dijo a Hermógenes: “llámalo, que ese es Elvio”. El amigo obedeció y voceó ¡Elvio! El rostro de este cambió para bien. Ya no tendría que devolverse de la puerta del bar e irse a su habitación de hotel a rumiar la pesada escena a la que se había visto expuesto, ni tanto menos, a pensar la inútil e innecesaria vuelta al encuentro de un pasado irrecuperable. Mientras los antiguos mozuelos, para quienes otrora Elvio constituyó un paradigma, vivían el éxtasis de una nivelación del tiempo que les permitía verse incluidos en la gloria desnuda de un pasado ya huérfano de trascendencia, Elvio tomaba en pequeños sorbos tragos de aguardiente, al tiempo de relatar viejas proezas junto a sus coetáneos a quienes ahora echaba de menos: algunos no fueron a la cita por estar muy lejos, otros por estar enfermos, y otros, por haber acudido ya a la cita irreversible, a esa de la que no habrán de retornar más que en la evocación de los vivos.

Las cosas y las personas se iban difuminando en el gris homogéneo de la prima noche, las risas eran menos estridentes y las historias despertaban menos interés. La música era cada vez más espaciada y, de vez en cuando, uno de los organizadores del encuentro anunciaba la distinguida presencia de uno que otro compueblano “ausente”. Una joven de tosco aspecto subió a la tarima para anunciar la rifa de un pavo que se “sacó” Yinyo Estévez, quien lo recogió sin mayor entusiasmo. Se apagaron las luces del ala oeste del bar. Del celebrado reencuentro solo quedaban miradas de aprobación -acaso de desolación-, se había agotado el aguardiente y, al fondo del bar, una joven de 76 años le preguntaba a su novio de 75, si podían salir al frente, a la fritura de Pilar, viuda Torres, a comer unos bollitos de yuca rellenos de carne. Y entonces fueron las fiestas patronales de mi querido DAJABÓN.


 

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