viernes, julio 26, 2024
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OTEANDO | Luis Abinader: reforma, dilema y metamorfosis


Por Emerson Soriano


Decía Abraham Lincoln que “el peor problema es el dilema”. Y es precisamente a un dilema al que se enfrenta el presidente Luis Abinader: cuenta con la mayoría congresual requerida para hacer las reformas que desee y, por tanto, la oportunidad de sentar las bases para ordenar nuestro desempeño político conforme su visión del país que considera nos merecemos todos.  Pero, a la vez, el presidente siente el sensato reclamo interior de procurar para ello el concurso de la oposición y una gran parte de la sociedad. Es decir, él sabe que tener el poder y las mencionadas mayorías son elementos necesarios, pero no suficientes para hacer cambios estructurales de tanta trascendencia, por ello no le satisface a plenitud obrar bajo el amparo de aquellos para concretizar estos.

Suponiendo casi con seguridad que, como todo presidente, tenga esa visión que aludo y, sabiendo, como he dicho, que tiene toda la posibilidad legal para cristalizarla, no se lanza a ello y, en cambio, ha buscado afanosamente el indicado concurso. La razón principal de este afán reside en que ha acumulado las destrezas políticas suficientes para manejar el concepto de “derechos políticos” en su vasta dimensión, llegando a estar consciente de que el reconocimiento mutuo por parte de los sujetos de estos, en lo que hace a su génesis lógica –un poco parodiando a Habermas-, es la condición de posibilidad de lo que pudiéramos llamar la necesaria legitimación normativa que favorece la gobernabilidad.

Con todo, si seguimos considerando al presidente como un avezado político, también debió suponer que el ejercicio del poder y su mantenimiento reclaman que, al proponerse hacer cambios, se calcule también la posible negación del concurso ajeno, actitud y momento a partir de los cuales es cuando se pone a prueba la verdadera vocación de estadista de un presidente, ya que deberá de habérselas  con los recursos de que dispone obteniendo no solo lo que quiere, sino logrando que esto, conforme pase el tiempo, quede legitimado y sea además productivo y beneficioso para la mayoría. Es tarea, esta, que lo coloca en la difícil situación de observar asertividad y lograr aciertos.

Pero, como a lo imposible nadie está obligado, me siento convocado a afirmar que no se le puede pedir al presidente que se convierta en una suerte de genetista capaz de lograr, de la noche a la mañana, una eugenesia social alquímica que cambie las maneras de pensar la política de los demás. Ese milagro deberá dejarlo a la divinidad. Por consiguiente, repito, estando casi seguro de que ese proyecto de nación existe en la cabeza del presidente -sin que con ello esté afirmando que lo conozca en detalle, razón que me excluye de los que están en capacidad de juzgarlo bueno o malo-, sí puedo, enfocando la cuestión desde la perspectiva del ejercicio del poder y del Estado, asegurar que para materializarlo no le quedará otro camino que emprenderlo asumiendo como exclusivo su costo político -“el que emprende una actividad asume los riesgos”, señala la teoría del riesgo-, sin mirar “pa´trá”, como dice su slogan.

En este punto cabe entrar en las consideraciones relativas a la grandeza política del estadista. De Gaulle, quien tenía un alto concepto de la grandeza política, solía decir: “mis acciones no son para los encabezados de hoy, sino para los del futuro”. Esto nos conduce entonces a la pregunta de cuánto de nobleza y cuánto de mezquindad contienen las pretensiones reformistas del presidente Abinader. Si el presidente hace de las reformas, como siempre ha ocurrido en el pasado, un traje a su medida que ponga en evidencia su propósito de blindarse de cara al futuro ante la persecución de lo mal hecho o, lo que sería peor, la pretensión de perpetuarse él o su partido en el poder habrá renunciado a esa grandeza que la historia reserva solo a los hombres especiales. Si, en cambio, sus pretensiones de reformas están activadas a partir de la idea de proveimiento de mejores estándares democráticos, su nombre seguro será escrito con letras de oro en nuestra historia.

En un artículo que escribí hace ya mucho, titulado “El camino hacia la trascendencia”, hablé de que el hombre, al entrar en contacto con el poder, siempre se ve afectado de una suerte de metamorfosis, ya positiva, ya negativa, de cuyo tipo depende su posibilidad de trascender.  En dicho artículo, pongo por ejemplo dos tipos de metamorfosis que conozco: la de una novela de Kafka, “La metamorfosis”, en la que Gregor Samsa, un comisionista de profesión, despierta un día convertido en un insecto que no logra liberarse de esa mutación terminando pateado y lanzado en un zafacón por la criada de la casa y, la de una obra pictórica de Dalí, “La metamorfosis de Narciso”, en la que se ofrece una reinterpretación del mito griego de Narciso donde, este, en vez de morir, como ocurre en dicho mito, luego de lanzarse a las aguas seducido por la hermosura de su propia imagen que aquellas reflejaban, resurge de ellas convertido en una flor.

Señor presidente, si está claro en que su metamorfosis no resultará a futuro como la de Gregor Samsa, sino como la de Narciso, ¡atrévase, lleve a cabo su reforma! Pero si, en cambio, le asalta alguna duda, es señal de que su idea aún no está lo suficientemente burilada como para ser exitosa. Y recuerde que, sus críticos de hoy están colocados en una situación diferente de la suya: pueden formular sus teorías y recetas y, en caso de desacierto, ello no les perjudicará. En su caso su reputación depende del acierto de decisiones que no podrá postergar ni cambiar, porque de eso se trata, en términos ínsitos, la tarea de un ejecutivo. Asuma su metamorfosis, y venza el dilema.


 

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