El odio es un rasgo animal
Por: Emerson Soriano
Nunca me llevé bien con Franklin Almeida Rancier. Nuestros temperamentos no eran afines, diría yo. Fui su subalterno cuando ostenté el cargo de viceministro de Interior y Policía, y pudiera decirse que esa barrera temperamental no favoreció un acercamiento más allá de lo necesario.
Almeida fue un hombre como lo definió mi admirado Manolo Pichardo “Franklin Almeyda, directo, aferrado a sus ideas…”.
¿Hay razón para que, por sus convicciones, carácter o temperamento, un hombre llegue a odiar a otro hombre de manera visceral? En modo alguno. A lo sumo debería evitarle, si tanto le ofenden o lastiman sus características, si tan imposible le resulta tolerarlo.
Hoy escuché a un enano y amargado proferir insultos al ya ido Franklin Almeyda Rancier, visiblemente alegrado por su deceso. Nunca vi cosa más ruin ni expresión más evidente de bajeza e ignorancia. Comprobé, una vez más, en ello, que el odio es hijo de la falta de grandeza y, porqué, mientras más aprende un hombre, es más sensible, más sano y más libre.
Quienes se encuentran encerrados en la cárcel del odio, padecen la mayor condena de la existencia, renuncian a una “ética de la otredad” que le reportaría grandes enseñanzas la primera de las cuales sería aprender sobre sí mismos,
incomparable tesoro solo existente en el santuario de la conciencia de los mejores.
Cuando nuestra alegría esté cifrada en la posibilidad del mal ajeno, revisémonos; será porque nuestra humanidad retrocedió y se separó del uso de la razón, lo cual nos remitiría a la condición de animales despreciables.
Formulo mis mejores votos al Dios todopoderoso porque acoja en su seno a Franklin Almeyda Rancier. Y sé que así será, porque todos somos hijos de Dios y solo venimos a aprender lo que precisamos para cambiar de plano, por su infinita misericordia.