jueves, agosto 21, 2025
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La corrupción tumorosa y el bisturí judicial

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Ricardo Nieves

Además de fenómeno histórico, la corrupción es estructural, sistémica y brutal. Infiltrada en los intersticios del cuerpo social ha gangrenado al tejido público y corrompido buena parte del espacio privado.

“La descomposición -deploraban las juezas del Segundo Tribunal Colegiado del Distrito Nacional al condenar a ocho de los imputados del llamado caso Antipulpo- ha sido plena, absoluta y profunda”.

Tan grave que, fruto de esa quebradura ética, se ha instaurado como cultura dominante, amparada por la apatía colectiva y una alarmante tolerancia psicosocial. Bien admitidos, pocas veces recriminados, los corruptos disfrutan del paraíso que, gobierno tras gobierno, han edificado con singular desparpajo: la impunidad. Acaso más silente, pero no menos infecciosa, la cuota privada de la corrupción iguala en degradación: nefasta, perniciosa.

Deformado y transversal, de lado a lado, su engendro híbrido perfora los muros institucionales de la nación y el Estado. Germina en los peldaños iniciales del campo político y, favorecido por la parálisis de las entidades de control, se instala en los niveles más encumbrados del andamiaje estatal.

El ascenso patrimonial, cimentado en el enriquecimiento ilícito, revela un testimonio obsceno y descomunal. Figuras muy modestas, sin bienes ni méritos visibles, mediante cuotas de poder, protagonizan en pocos años una metamorfosis milagrosa, radical.

Detectar, perseguir y encausar esta corrupción tumorosa constituye una odisea colosal, tanto para el ministerio persecutor como para el órgano judicial, pues, cuando no escasea la vocación de uno, el desinterés sobreabunda en el otro. La telaraña de complicidades ha urdido un historial de burlas, encubrimientos y fracasos: prontuario extenso de escándalos ensordecedores que, a ojos vistas, exhiben los más flagrantes despojos contra los recursos estatales.

Los obstáculos para extirpar la corrupción administrativa develan un atasco institucional de fondo. Actos impúdicos -discretos o descarados- laceran al país, atrofian su desarrollo, erosionan la salud social y marchitan los valores democráticos.

Laxa o silente, la voluntad política siempre queda enredada en una trama bien orquestada, connivente, sostenida por mecanismos y estructuras de protección que operan dentro y fuera de la máquina de persecución y de sanción judicial. Apadrinado por muchos, el disfraz de la corrupción tiende a caerse cada vez que estalla una denuncia indecorosa; pero ser defendido o calumniado dependerá del tamaño del robo, de la ascendencia pública del ladrón y de los perfiles del acusado. La responsabilidad, a partes iguales, suele dividirse en la misma medida que la trascendencia política del impostor y la influencia de sus secuaces. Desde el corrupto conspicuo hasta el pillo afortunado, en nuestro sistema político no existe un pecado que no pueda ser redimido, lavado.

La delincuencia VIP, cobijada y poderosa, quiebra y corrompe las barreras judiciales, y desmantela los principios cardinales del sistema sancionador. Recuerdo -en la Universidad del País Vasco (UPV)- al maestro Ignacio Muñagorri: “En una sociedad que nos arroja a la vida de manera tan desigual y en condiciones tan diferentes, nunca seremos tratados con igualdad dentro de un tribunal que, a fin de cuentas, reproduce las mismas distancias sociales”. El Principio de Igualdad ante la ley, borrado sin contemplaciones en las mismas entrañas del aparato judicial, termina pulverizado a causa de la selectividad penal y sus privilegios derivados.

El Código Penal, vestigio jurídico, vengativo y temporal, cargado de falencias y debilidades que dificultan procesar adecuadamente, sirve de oxígeno al mal juez, de comodín al delincuente acaudalado y de ponzoña para la sociedad.

La decisión del Segundo Tribunal Colegiado del Distrito Nacional, leída en la madrugada del pasado jueves 14, ha dejado un sedimento amargo. Escépticos, mesurados y pesimistas, según convenga a su identidad política, han oscilado entre la ácida crítica o la cómoda aprobación. Algunos la perciben inconsistente, otros, como estímulo a la impunidad y, los últimos, como muestra conmovedora de que robar suficiente es la mejor garantía legal…

Dentro del cansancio moral y la desesperanza, sin embargo, la condena -inusual- contra ocho acusados de corrupción, ha colocado el filoso bisturí en la protuberante masa tumoral.

En el excurso de la sentencia, desconcertadas, las magistradas sopesaron con impotencia la asfixiante corrupción que invalidó las agencias de fiscalización y control; les resultó repugnante descubrir que, con tan sólo un gesto honrado, se habría paralizado el lodazal y detenido el entramado.

El bisturí, apenas ha penetrado…


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