Código Penal: El ultrajante artículo 310
El lenguaje es al poder lo que la sombra a la noche: no hay poder sin sombras, ni lenguaje que no contenga alguna forma -encapsulada- de poder.
Las ideas autoritarias no son simples accidentes de la historia; cohabitan, sin distinción, envainadas en el lenguaje, como un bicho oportunista dentro de cada sistema político. La democracia, frágil en su integridad y constantemente amenazada, nunca está inmunizada contra ese gusanillo invasivo y tentador. La traslúcida faz del poder se deja ver, además, a través del velo -no siempre transparente- del lenguaje insinuador.
La jerga jurídica, condensada y pastosa, implantada en el artículo 310 del Código Penal promulgado, sobre el “ultraje contra funcionarios públicos”, lo confiesa. Aviesa, la fórmula penal desplaza la dialéctica del derecho de acto hacia el juicio del autor, síntoma común en esta época de ideales sumarios y expansión punitiva del poder. Veamos:
“Ultraje. Constituye ultraje el hecho de pronunciar palabras o amenazas, o enviar escritos, o cualquier tipo de objeto, o hacer gestos de modos no público, pero de carácter contrario a la dignidad personal y a la de las funciones que desempeña algún funcionario o servidor público. El ultraje será sancionado de quince días a un año de prisión menor y multa de dos a tres veces el salario que perciba, al momento de la infracción, el funcionario o servidor público que ha sido su víctima”.
Revuelta y ampulosa, la retórica devela la configuración incongruente y difusa de un “tipo penal abierto”, sujeto a un margen interpretativo resbaloso y quebradizo, que obliga al tribunal a hacer malabares para “completar” un mandato descriptivo tan incierto que, por su inflada discrecionalidad, solo augura inseguridad e intimidación penal.
No se trata de caer en un tiquismiquis dogmático ni de incurrir en piruetas tautológicas sobre la dignidad personal y el derecho al honor, sino de atender a la arquitectura mínima: los lineamientos básicos que, desde su concepción más clásica y pertinente, tipifican al delito como “ente jurídico”, conforme a la doctrina liberal del derecho penal.
Pues, como escribiera el inigualable Jiménez de Asúa -un siglo atrás- este continúa sometido a la autoridad del Estado, a los preceptos de una ley anterior, y únicamente es incriminable cuando una norma precedentemente dictada lo delimita con suficiencia, claridad y certeza. Hablamos, sin rebuscamientos ulteriores, de la garantía y Principio de Legalidad, pared maestra del monopolio punitivo estatal.
De conformidad con una simple mirada analítica, encontramos que nuestros legisladores, sin horizonte sistemático, centraron su atención -abstracta y reaccionaria- en la finalidad sancionatoria, intentando rescatar, o más bien aterciopelar, un añejo resabio cuasi decimonónico, cercano al espíritu monárquico. Entraron, desechando el camino técnico-jurídico, al terreno farragoso del despotismo penal, vertiente que, en este caso, remata en la intimidación y el amedrentamiento de quienes escrutan el ejercicio administrativo oficial.
Desconocieron, cabalmente, que desde 1906, Beling, en su Teoría del Delito (Die Lehre vom Verbrechen), fundamentó el paradigma lógico que describe el tipo penal (Tatbestand) como hipótesis legal individualizadora de la conducta humana. Que, sustentada en la racionalidad y cordura dogmática, ordena reunir tres elementos específicos, irrenunciables: una acción, dolosa o culposa, descrita en la ley (tipicidad), contraria al derecho (antijuridicidad) y que, siempre que se den las condiciones objetivas de punibilidad, medie una sanción (culpabilidad).
El “ultraje contra funcionarios públicos”, pespuntea una prohibición ciega e inconsistente: un amasijo paleopositivista que, cara al derecho penal democrático, reduce el hecho para tratarlo a modo de “todo incluido”. Aunque la conducta punible constituye una entidad íntegra e inescindible (protojurídica y jurídica a la vez), su abordaje exige una categorización precisa del delito, mediante la estratificación de sus caracteres particulares: herramienta que abastece el Principio de Legalidad, piedra de toque del derecho punitivo y frontera divisoria entre el Estado de Derecho y la arbitrariedad discrecional.
Descarten ese menjurje…
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