LIBRE-MENTE
Chuang Tzu, filósofo chino nacido en el siglo IV, a. C., heredero de Lao-Tse, plasmó una reflexión profundamente severa, aleccionadora: “El hombre perfecto no tiene yo, el hombre inspirado no tiene obra, y el hombre santo, no deja nombre”.
Si él hubiese imaginado la convulsa realidad del siglo XXI, habría advertido, lejos de su mística apreciación, exactamente todo lo contrario. Conocería que la egolatría del presente es señal maestra de perfección, que los menos inspirados son dueños de grandes y aclamadas obras, y que ciertas santidades logran gestionarse, no importa cómo, con nombres muy sonoros…
No hablamos de una subversión cualquiera, sino del arrebato radical y la transformación que sufren el ser y los valores trascendentes. Valores explotados desde su interior y, sobre todo, a partir del control de los estados de conciencia de las personas.
Gestamos un mundo paralelo donde la distinción entre verdadero y falso ha perdido sentido, relevancia y función. Fuimos capaces de idear espacios simulados, sin distinguir con claridad realidad e ilusión, gracias al cálculo, la optimización y las mediciones que suministran el algoritmo y la inteligencia artificial (IA).
Y llegamos a Jianwei Xun, pensador hongkonés, en principio desconocido y, hasta la revelación de su verdadera identidad, un filósofo sorprendente que impresionó al mundo académico con un best seller (enero, 2025) titulado “Hipnocracia”. Traducido a varios idiomas, citado por artículos académicos y debatido en conferencias globales, este ensayista, provocador y enigmático, en realidad, nunca existió.
Resultó ser el engendro y la redacción del filósofo italiano Andrea Colamedici, especialista en inteligencia artificial, ideólogo del personaje ficticio mediante co-creación de ChatGPT (Open AI) y Claude Anthropic, dos modelos -actualizados y alimentados- de IA Generativa. Es decir, tan afamado como su obra, Xun surgió de un meta-experimento o meta-relato que, a final de cuentas, encarnó la descripción elaborada de otras realidades múltiples y fragmentadas, casi ilusorias.
“Hipnocracia”, sin embargo, fue más allá del campo hipnótico, transgredió la narrativa de la lucidez, volviendo indescifrable realidad y simulacro. Traspasó los linderos de la imaginación creativa, las fronteras del lenguaje humano concreto, anulando recursos cognitivos y, de paso, reconstruyendo un impasible y apócrifo universo parejo.
El algoritmo no nos hizo víctimas, solo cómplices, copartícipes del juego de poder performativo que entra, manipula y actúa en el mismo núcleo de la conciencia.
Escribir un texto, a partir de entonces, no será un desafío cognitivo o inspirador, sino otra forma de incertidumbre, enigma de una trama donde, con probabilidad de ser sustraídos, el lenguaje y las palabras pueden convertirse en cualquier cosa…
Sin palabras, el pensamiento no es más que un fantasma a la espera de un cuerpo, recuerda Clément Rosset; por eso cuesta tanto elegir el vocablo correcto. ¿Acaso será el que nace del intelecto o el decidido por una máquina insensible, fría y emocionalmente muda? Enorme dilema. Pues, agraciada misión es darle cabeza y cuerpo al conjunto de símbolos y jeroglíficos dispersos que inundan nuestro cerebro, buscarle orden (sintaxis) a una estructura (morfológica) que armonice las ideas, integrándolas, coherentemente, a un juicio completo. Y todavía más: describirse de manera comprensible y estética, en comunión y con claro sentido de propiedad. Ahí subyace la fuerza inmanente, y siempre cambiante, del lenguaje: otorgándole pertenencia al ser y atributos a las cosas.
Heidegger advierte -en Ser y Tiempo- que son las cosas las que dotan de sentido a las palabras, y no al revés; Wittgenstein, centrado en los límites del lenguaje, que a su vez delimitan los del mundo, considera que entender este, aparte de nombrar las cosas, implica la comprensión de los hechos que los componen: porque el mundo no se revela con nombres, sino en configuraciones, y el lenguaje es el intento singular que captura esas relaciones íntimas, sutiles y complejas. Las palabras no son simples reflejos, expresan actos que nacen atados a una responsabilidad.
Esta manera subordinada de habitar el mundo sugiere, en efecto, una experiencia social, emocional y ética que solo es posible reconciliar mediante el mundo imperfecto, sensible y humanizado del lenguaje.
Crear algo, sin importar las dimensiones, es un ejercicio laborioso pero placentero, particular y gratificante; la escritura forma parte de ese universo que, de mil maneras, es invocado a cada instante.
La satisfacción de escribir y generar relatos ha sido, desde siempre, un gesto de intuición y belleza, humanamente insustituible, imperecedero…