miércoles, mayo 7, 2025
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La brillante invención del optimismo


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Los humanos poseemos una capacidad espectacular de ignorar lo que nos complica y, por su archipiélago de preguntas, evitar los retos que nos demandan interpretaciones laboriosas y razonadas. No obstante, es una reacción paradójica: almacenamos los recuerdos desagradables del pasado, que amedrentan nuestro presente y nos sacuden emocionalmente. Cierto es que, por razones de auténtica sobrevivencia, en la mayoría de las circunstancias, solemos ser bastante desmemoriados.

De todos modos, llegamos diseñados para comprender las causas de las cosas, y, a través de ellas, proyectar un horizonte abierto, estimulante y explorable. Esa facultad heurística, que además de deleite provoca desvelos, ansiedades y temores, constituyó la herramienta fundamental para prefigurar la fina intuición y el orden mental de nuestra retadora existencia.

Incluso, merced a su cotidianidad evolutiva, contamos con una estructura biológica que, conforme a la neuropsicología, presta más atención y otorga preferencia a la información negativa: el “sesgo de negatividad”. Instrumento inmemorial que permitió, por encima de cualquier otra finalidad, gestionar y reorganizar el buzón mental de la supervivencia. Reflejo primitivo y arraigado, cuya pulsión cíclica suele imponerse innumerables veces en el comportamiento rutinario.

Dado que el mecanismo de defensa del cerebro encara la amenaza y el riesgo de morir, debió aprehender y clasificar la información negativa, imprimiéndole vasto relieve y fortaleza psíquica. Memorizamos, con acusada vehemencia, situaciones sensibles que impactaron de forma grave y atroz; quedan asumidas como alerta memorística en sentido mucho más personal porque, en la prehistoria de la consciencia, rememorar lo siniestro equivalía a la alerta subyacente: la inminencia del peligro, del ataque.

Según la perspectiva psicológica de Aaron Beck, el “triángulo cognitivo” explica como la mecánica de los pensamientos y acciones influyen sobre las emociones, que a su vez incidirán en la armadura de nuestras creencias. La interconexión de esta triada, capaz de reforzarse a sí misma, genera que la modificación de un elemento pueda gravitar y condicionar los demás. Así procesamos, afectando pensamientos y decisiones, el prisma biológico y el colador del aprendizaje social, empleado repetida y sucesivamente.

En gran medida todas nuestras decisiones, ya sean insignificantes o trascedentes, operan ceñidas a la permanencia evolutiva que adquirieron nuestros hábitos a través del tiempo, determinando asimismo lo concerniente al futuro de cada individuo. Las neurociencias respaldan que el cerebro no establece fronteras morales entre el bien y el mal; no conoce entre lo correcto y lo despreciable. En cambio, solo puede discernir aquello recurrente y programado mediante la reiteración prolongada y consistente que moldean nuestros hábitos.

En ese devenir de repeticiones neuro-habituales, sumando las corazas que recubren la existencia, se va forjando el carácter: todo un entramado de emociones que van intensificándose con la edad, configurando y equilibrando el itinerario de nuestra hoja de vida y meta social.

De antemano sabemos que la vida es un escenario de vicisitudes y algarabías, con abundante material para cada uno, que también sobrelleva la constancia de promesas inciertas y vacías. Sin embargo, contra cada impedimento, indiferencia o caída, luchamos sin descanso hasta alcanzar, gloriosa o diminuta, alguna corona prometida. Habrá quienes escojan la apoteosis del poder, la fama, la grandeza, el esplendor de la historia; otros, lejos de caminos morales, cruzarán por senderos enlodados y lastimosos de la podredumbre y la miseria; algunos, acaso los menos, atravesarán los atajos densos y angostos de la contemplación, la virtud, la simpleza…

Por supuesto, nuestro destino, bienaventurado o farragoso, avanza marcado por la antelación reveladora del rastro donde logró cuajarse la materia prima, determinante, del carácter. La niñez, evasiva y frágil, pudo protegernos en la alborada de la primera tristeza, pero una vez abandonada, buena parte del tiempo transcurrirá ahuyentando las alas negruzcas de la tristeza postrera.

Vivir, por tanto, asigna nuevo sentido a cada intervalo en el que los hábitos primarios fraguaron, con regularidad, la íntima construcción del yo y la evolución histórica del carácter.

Puesto que los sentidos nos engañan y las emociones tienden trampas dondequiera, esquivando la negatividad imperante, debimos inventarnos una genialidad singular y vibrante: el optimismo. Gracias a este peculiar e ingenioso accesorio -exclusivo de nuestra raza- hemos ascendido hasta el último grado de su escalafón, la esperanza.

El optimismo es, pues, una fiesta anticipada, el homenaje que la vida preparó -no sabemos cuándo- para la Esperanza humana.


 

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