LIBRE-MENTE
Ricardo Nieves
Los partidos políticos no van a desaparecer, pero es evidente que no atraviesan su mejor momento. Su crisis ha derivado en un fenómeno que, con fermentos del populismo mesiánico, dinamita la base de sustentación y la médula del sistema democrático. Más blando que el ayer troglodita pero igual de destructivo, atrincherado en el culto narcisista, caminamos a la personalización y autocratización del liderazgo político personalista.
La democracia no morirá con las asonadas del pasado, mediante el verde de los quepis y las ruedas de los tanques pesados; ahora sufre desde adentro, a través de las urnas, con redentores y ungidos (new political stepping) que pretenden suplantar las instituciones y erosionar las organizaciones políticas. El éxito, si así pudiera concebirse, estriba en vehiculizar las insatisfacciones crecientes que asolan los gobiernos, exaltando debilidades y magnificando sus vicios. Como resultado de esa coalición vengadora, el voto negativo la emprende no solo contra las ideas sino también contra el sistema político.
La valoración cimera de la lealtad a la democracia consiste en que esta no sobrevive si se deja en manos de otros, porque está diseñada para vivir en los brazos de todos. Sin embargo, los partidos políticos expresan una rara paranoia colectiva, tras el fallo del Tribunal Constitucional (TC/0788/24) que reivindica la participación electoral independiente, sin su determinación y cobijo. Miedos y preocupaciones que distan del genuino espíritu independiente, que, a decir verdad, ha estado incardinado en diferentes textos constitucionales (2010, 2014 y 2024), acogiendo la libertad y el derecho de cada uno a concurrir exento de prohibiciones y escollos electorales.
El temor suscitado en el ecosistema partidario es indicativo de algo mucho más peligroso y arriesgado: A manos del populismo, la democracia pierde, arrebatado, el mayor valor -intangible- del campo político: la confianza. Por intermedio del pensamiento tribal, elemento proteico y combustible principal del peor populismo, el antidemocrático.
Mientras la democracia depende del pluralismo, el populismo se oxigena en clubes poderosos (usualmente corruptos) que capturan y pluralizan las ansiedades sociales de pueblos políticamente rendidos y desarmados.
Gracias a la lógica de su comunicación salvaje, el relato delirante y a veces tiránico del populismo instaló el pensamiento tribal. Ancestro pedestre que anima admitir o rechazar las cosas según confirman o desafían nuestras creencias preexistentes. La categoría antropológica de donde el individuo busca y se adhiere a quienes piensan igual.
En la era inverosímil de la red, la tribu comporta una masa indómita que, por antonomasia y entre sus iguales, va revelándose mayoritariamente ganadora e indescifrable.
El horizonte normativo que reencauzó el fundamento de las candidaturas independientes en nada perturba las virtudes democráticas. Si alguna amenaza existe sobre la partidocracia, ha sido la idea de creerse depositaria eterna del confort histórico que ha disfrutado sin contratiempos ni opciones paritarias.
En lugar de intentar contener la decisión del TC, inventando fantasmas en el tejado, los partidos están obligados a repensarse como sujetos históricos, expuestos a la inevitabilidad trasformadora que acusa todo ente sociopolítico mutante, dinámico. Cambiar o desvanecerse; el veredicto es irrevocable, y tampoco puede enmendarse a conveniencia de partes.
Habituados a la flexibilidad de los preceptos propios, fuera o por encima de la ley, cualquier ensayo para desnaturalizar la eficacia de esta igualdad sustantiva, erga omnes, estará liquidado de antemano. La sentencia desactivó el cortafuegos defensivo que servía a los partidos, que los hizo impenetrables, inmunes a los reclamos de una población apática y pacientemente tolerante.
Los mayoritarios siempre retuvieron una relación glacial con la ciudadanía. El único vínculo sensible es la utilidad del voto electoral: votantes alineados como floreros para legitimar los privilegios y los cargos. Ese rol de ciudadanos decoradores, en nuestra democracia descafeinada, está cuestionado, y hace aguas.
Ya no es posible, conforme a la costumbre del areópago partidista, dictaminar dónde y cómo se moverá el sufragio universal. Este siglo desató un cambio tectónico en todos los órdenes, su temblor sacudió, con fuerza telúrica, los ejes del pensamiento y la política tradicional.
Las candidaturas independientes tampoco destronarán los partidos; provocarán, y es razonable esperarlo, un ajuste del péndulo, que siempre osciló bajo estricto control de la partidocracia nacional.
De nada sirven ahora los insípidos lloriqueos, las lamentaciones amargas. Antes que los independientes, el verdadero enemigo de los partidos políticos es la desconfianza ciudadana.
Creer lo otro es tan alucinante como colocarles calcetines a las vacas…