Pocos creerían que presenciaríamos un sainete de acróbatas y partiquinos, capaces de sabotear, de manera tan escabrosa, el curso de los saberes y el empinado trono de la honra. Entre entender y sentir, la diferencia es abismal: quien solo siente padece mucho menos y por menos tiempo. Aborrecedora del entendimiento, la mayoría social ha preferido sentir, dado que es la salida más confortable para evadir el sufrimiento.
Arrastrando deficiencias intelectuales y materiales, salimos de un siglo empantanado entre la amenaza y la confrontación. Sin embargo, separado del hermético balcón ideológico y el desván de las utopías, cavilaba en muchas cabezas un sueño saludable de nación. Con equivocaciones palmarias, abrazábamos un proyecto que, quimérico o alcanzable, desbordaba de intenciones el porvenir. Conscientes, mirábamos el mundo con delimitaciones históricas, sentido ético y pupilas excesivamente esperanzadoras.
Sumida en sus vicisitudes habituales, hasta la vieja escuela prometía una vida con propósito y compromisos irrenunciables. Estudiábamos para algo, aun si fuera únicamente por la exigua recompensa de ganarse un salario.
Con escasas distracciones, leíamos e intercambiábamos libros en jornadas intensas y alargadas discusiones. El ocio consistía en esperar, simplonas y heroicas, las horas rutinarias de las series televisivas, adelantando estoicos finales donde, por lo general, triunfaban siempre los buenos: blancos, valientes y solidarios…
Cargados de tribulaciones sonreíamos ante un mundo bipolar que, dentro del sofocante equilibrio geopolítico, danzaba a la sombra de la incertidumbre nuclear. Contrariando esa paz fracturada, acariciábamos el aroma difuso y halagüeño del tiempo pendular: concluir una carrera, tener un hogar, levantar una familia…y un futuro por explorar.
La lucha por la libertad, traumatizante y sangrienta, había costado demasiado y, para aumentar la decepción, la alborada democrática no resplandeció como augurábamos. Pese a los desagrados, nunca perdíamos la fe en el destino, soñando que nuestros hijos estarían mejor parados. Días grises, con serpenteantes destellos de colores: unos vivían para Cristo, otros para la revolución, algunos para la literatura, y la mayoría, simplemente para el día a día.
Desafiando riesgos, calamidades y obstáculos, sobrevivimos. Bajo el rigor de un código imperfecto de honradez y de dolor, la grandeza estaba reservaba para quienes, sacrificados y meritorios, debían ocupar su podio de honor.
Sin redes, plataformas, smartphones ni inteligencia artificial, los escándalos se limitaban a la prensa y la radio tradicional, y a una bobalicona televisión nacional. Densos y tediosos podían ser los días de la sociedad disciplinaria que, sin que lo advirtiéramos y en clave tecnológica, tocaba su hora final: sigilosa, insospechada, revolucionaria.
Si bien el presente dista bastante de considerarse dichoso y admirable, nuestro pasado -salvo el sedimento melancólico de la nostalgia- tampoco fue mejor. Aunque la madurez reblandece los sentidos, mirar hacia atrás permite apreciar las cosas con mayor decoro y autenticidad; sin alardes sabichosos ni pretensiones de superioridad.
Teníamos al menos la íntima convicción de pertenecer, de pisar un suelo modesto, pero firme. Y, sobre todo, nuestro. Con el desmoronamiento de las utopías, en vez de evadirnos del mundo balbuceante, nos volvimos -como aconsejaba Jürgen Moltmann- anhelantes generosos del futuro y la esperanza.
El desplome radical produjo un trágico descenso de los conceptos y una caída estrepitosa de la narrativa, herramientas esenciales para descifrar y comprender nuestras vidas. Ahora es difícil conocer, a ciencia cierta, dónde estamos y hacia dónde seguimos. Se ha roto eso que Byung-Chul Han denomina “entramado de sentidos”, dando lugar a innumerables frustraciones, populismos fascistas, ciegas actuaciones y legiones narcisistas…
Jamás habríamos imaginado ser encarados así: que la ignorancia llegara a vencer con ventajas tan holgadas y blindada hegemonía. Y que la libertad, aún con heridas recientes, apenas lograra vislumbrarse por “los ojos muertos del búho de Minerva…”
Los acreedores de la palabra -negados a cultivarla hoy- son quienes más la desconsideran y desamparan. Cazadores furtivos, fabricantes de la fama y sus pingajos, son amos y señores del concierto narrativo…y de su indetenible ocaso.
¿A quién reclamamos, si fue nuestra generación la que dio paso a esta sórdida escala de devaluación cultural y rebaja ontológica?
Aunque la verdad puede acompañar al derrotado, no lo absuelve del fracaso…