María Zambrano (1904-1991), intelectual y filósofa española, sostuvo que el ser humano tiene dos nacimientos: el primero, natural y biológico; el segundo, un renacer en la cultura, la humanidad y el conocimiento.
La educación, evidencia incuestionable, acompaña siempre un gesto de rebeldía y profunda revelación; pero, sobre todo, un acontecer filosófico. Mas allá de la creencia -infundada o peregrina- de su acusada herencia solemne, la etimología original devela todo lo contrario: a diferencia de los sofistas, cuya retórica alardeaba de sabiduría e inteligencia, el filósofo era considerado, en sentido modesto, amante de la sabiduría y buscador del entendimiento.
La educación entraña un acto filosófico permanente, especialmente en los primeros tramos de la vida. Ese empeño supremo en el despertar cognitivo, desde tiempos inmemoriales, prioriza la obligación de preguntar con objetividad y, en términos prácticos, potenciar el sentido común y la creatividad. De ahí que educar con fundamento deba incluir, sin excepciones, la participación de los progenitores.
Sócrates (470 a.C.-399 a.C.), hijo de una comadrona y de un escultor, vivió y murió consagrado a la enseñanza. Su método, la mayéutica, consistía en ayudar a dar luz; solo que, a diferencia de su madre, que auxiliaba a embarazadas, él lo empleaba para extraer las ideas de sus discípulos mediante la reflexión y el cuestionamiento. Por cuanto el método socrático, además de orientarse al conocimiento y fomentar la búsqueda de la ética y la virtud, resulta esencialmente reflexivo y dialógico.
Los y las educadoras -señala Carlos G. Zubieta (2021)- ejercen como escultores y comadronas a la vez: hacen alumbrar las ideas, y luego, mediante técnicas diversas, tallan la piedra rústica, desentrañando significados vitales y formas estéticas. La acción educativa, perífrasis de lo anterior, procura extraer las ideas (sanas y salvas) y, paralelamente, pulir la naturaleza rudimentaria de la roca hasta convertirla en escultura bruñida, optimizada y expresiva.
Educar, concebía Platón, es el arte de enseñar a desear con sabiduría. Utilizaba el “mito del carro alado”, alegoría ilustrativa del alma humana, representada por un carruaje tirado por dos caballos y conducido por un auriga. El primer caballo representa nuestra voluntad, los deseos de hacer lo correcto; el otro, díscolo e instintivo, simboliza los sentimientos, en tanto que el auriga personifica la razón. Controlar ambos potros, en cada lado, es la capacidad de guiar y morigerar las dificultades que acarrean los sentimientos humanos.
La secuencia psicoevolutiva implica un trabajo polisémico semejante: manejar el conocimiento de los formadores de manera inteligente, creativa y éticamente ponderada. Conjugar -refiere Eva Bach (2025)- saber y sensibilidad con conocimiento y humanidad. El problema, recuerda Zubieta, reside en que la vida está hecha de etapas: los infantes requieren atenciones, los niños necesitan límites, y los adolescentes, razones. Cuando abandonamos una etapa o intentamos “completarla” en la siguiente, es muy probable que fracasemos…
La adolescencia es, acaso, el trance más volátil y complejo de toda la experiencia formativa. Aquí, el educador -junto a la familia- encarna al genuino y esmerado sembrador de la autoestima y la empatía. Liberado de todos los excesos, sin sobrecargar el estímulo egoísta-narcisista ni permitir el extremo de la frustración o el naufragio del yo. Promover la empatía sin autoestima proyecta sujetos que terminan anulándose; alentar únicamente la autoestima genera individuos narcisistas, autoritarios y egoístas.
Entre sabia modestia y elocuente magisterio, esa estabilidad descubre la más exigente y complicada misión de la pedagogía adolescente. Bienestar emocional y equilibrio -reitera Bach- nos ayudan a salvar los “disparates emocionales”, dado que las emociones distorsionadas, negativas, se cronifican y tienden a eternizarse.
Superada la formación básica, corresponde explorar y abrir las “jaulas conceptuales”, es decir, ejercitar el uso analítico de la herramienta crítica. Bello paso de la reflexión sobre los distintos campos categoriales y ascenso a la torre del pensamiento: faro que abre caminos a las certezas verificables y clausura las confabulaciones especulativas.
El pensamiento filosófico en la transformación educativa, reinterpretado ahora por el giro hipertecnológico, examina el “credo pedagógico de Dewey”, sustentado en la comprensión (facultad reflexiva), la interpretación (ejercicio crítico) y la significación (sentido de la realidad).
Si partimos del relato, bastante remoto, de su estoica biografía, han transcurrido más de veinticuatro siglos y, todavía, Sócrates puede aconsejar al modelo educativo dominicano. Alguien debería escucharle…