viernes, julio 18, 2025
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Urbanidad: Pobre educación y pésima disciplina

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Ricardo Nieves

Aunque haya cambiado la técnica y revolucionado la tecnología, la naturaleza humana sigue siendo la misma. Poco habrán variado nuestros hábitos, nuestras íntimas convicciones, nuestros más holgados y enfebrecidos anhelos, nuestras insaciables ambiciones.

Desde Platón y Aristóteles (seguidos por los estoicos) hasta el presente, los rasgos morales atribuidos al carácter permanecen organizados en torno a dos grupos opuestos: las virtudes y los vicios (Pigliuicci, 2023). Las virtudes cardinales invocan la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza; su contracara: la imprudencia, la cobardía, la injusticia y la inmoderación.

Una comparación intercultural realizada por Dahlsgaard y colaboradores (2005), reveló algo sorprendente: en la mayoría, si no en todas, las culturas alfabetizadas, el concepto de “virtud” persiste con notable coherencia para el confucionismo, el taoísmo, el budismo, el hinduismo, la filosofía griega, el cristianismo, el judaísmo y el islam. La tradición oriental ha preservado seis virtudes troncales: el coraje, la justicia, la humanidad, la templanza, la sabiduría y la trascendencia. Esa compenetración, evidencia de una coherencia fundamentada, trasciende fronteras culturales y disparidades históricas. Que personas de diferentes latitudes, más allá del entorno cultural, concibieran la existencia del carácter y la esencia moral, con atributos y valores semejantes, resulta un hecho casi mítico, trascendental.

¿Cómo fue constituido ese patrón axiológico común, en una gama tan dispersa, separada por enormes accidentes geográficos, insalvables distancias religiosas, históricas y culturales?

Pero esta homogeneidad valórica, hereditaria, raíz ética de la disciplina universal, advierte tensiones preocupantes (Lipovetsky, Singer, Savater, Zizek, Sandel, Altuna, Han), delata síntomas de agotamiento y dibuja un horizonte fluctuante. En Doctrina de la Virtud, Kant estimó el peso de la disciplina: su capacidad para transformar la animalidad en humanidad, y a seguidas, en urbanidad.

No hay tecnología eficiente para hacernos mejores o peores personas, ni más altruistas ni infames desgraciados. Solo las actitudes éticas perfilan y consolidan el carácter. Ninguna maquina hará de nosotros ciudadanos virtuosos o groseros canallas; existe un a priori que moldeó los marcos originarios. Y hoy, innegablemente, soportamos una tendencia radical que hiere el carácter y rasguña el comportamiento.

La urbanidad -primera virtud kantiana- nació interiorizada por una necesidad apremiante que, desde el momento en que confrontamos unos contra otros, se hizo imperativa. Del latín urbanitas (urbs), designa la cortesía y el trato refinado, en contraste con lo burdo, lo rudo y ordinario. Disciplina equivale a enseñanza y formación del discípulo (discípulus), quien aprende, y en cuya evolución, empujada por las normas, motiva el orden y la organización. Las buenas maneras, aprendidas, preceden a las buenas acciones y, a la postre, solidificarán estas.

Comte-Sponville (2012) distingue, en sentido estricto, la urbanidad de la moral; la primera parte del principio “eso no se hace” (antecedente); la otra establece “lo que no debe hacerse”. Afirmándose ambas y convertidas en costumbre. La moral es urbanidad del alma, saber vivir consigo mismo, pero frente a los otros; etiqueta de la vida interior, código de deberes y ceremonial de lo esencial. Al revés, la urbanidad implica una moral encarnada, una ética del obrar y un código para la vida social.

Si bien nacimos dotados para aprehender la bondad, ninguna virtud es natural; a fuerza de imperfectas repeticiones llegamos a poseerlas. La virtud se aprende conociéndola, ejerciéndola: somos justos practicando las justas acciones, desde los primeros años y por reiteraciones prolongadas; lo mismo cabe para la tolerancia o el coraje. Salvo raras excepciones, no nacemos esculpidos en moderación ni empapados de valentía.

Kant, con acierto magistral, en Reflexiones sobre la Educación, define la escuela como lugar ideal para el aprendizaje de aquello que no debe hacerse, fábrica del carácter y espacio donde el hombre elige dejar atrás al posible canalla. La introducción virtuosa obedece, ante todo, a la sujeción que prescribe la disciplina. La costumbre, fragua del carácter, es réplica de las buenas maneras, basada, más que en la coacción, en disciplinas normativas familiares, habituales, preludio de una sociabilidad amable y de una urbanidad cada vez menos policíaca.

Presenciamos una ruptura bastante pronunciada: los niños tienen un nuevo mediador -la pantalla- que, además de acompañarlos, actúa como maestra sustituta y afable tutor.

En todo caso, educar es disciplinar un grosero generoso siempre será preferible a un egoísta refinado. La educación naufraga cuando no forja mejores ciudadanos…


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