jueves, junio 19, 2025
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Libertad de expresión y basura digital

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Ricardo Nieves

El ascenso de la conciencia, convertido en batalla por la libertad, le ha permitido superar innumerables y dolorosas barreras, emergiendo victoriosa. Con la nueva realidad tecnológica, persisten las razones de una intensa disputa pública y académica. Para esta generación, la palabra “libertad”, a menudo incomprendida o incluso utilizada de manera inapropiada, ha logrado florecer en medio de una danzante y no menos atormentada categoría democrática, la cual sigue pendiente de madurar.

La eclosión de la revolución tecnológica, extendida al campo de la comunicación, no ha hecho sino profundizar la controversia. Agregando, para mayor complejidad ética y conjetura jurídica, elementos biológicos, psicológicos y cibernéticos. La Inteligencia Artificial y los algoritmos predictivos brotan como sujetos inorgánicos de poder, capaces de utilizar información, influir psicológicamente y manipular la percepción en función de objetivos ambiguos e intereses eventuales. Estos, no siempre legítimos ni decorosos, impactan la subjetividad humana y capturan la atención social, ultrajando el oficio cotidiano de informar, de comunicar.

El precio de la libertad de expresión, siempre incierto, alcanza nuevas cotas e involucra actores contingentes -algunos de ellos, intrusos y autodenominados- que revientan los parámetros del periodismo profesional, el cual titubea frente al despliegue irrespirable del basurero digital.

El sujeto cibernético -refiere Merejo (2025)- no define un usuario corriente; forma parte de una red simbiótica de control inteligente donde la interacción arrastra emociones, deseos y decisiones personales. El baremo ético, que debería regir, se desplaza según la óptica y los propósitos individuales, paralelo al entramado cautivador de la aristocracia cibernética, cuyo dominio silencioso y abierto opera sin restricciones. El poder, en sentido fáctico, ya no emana desde arriba ni desde afuera; prescinde de la pura imposición, basándose en la explotación calculada de la seducción y la interacción del individuo con su ecosistema cibernético.

Esta transfiguración, que afecta también el derecho a la libre opinión, es aprovechada por un peregrinaje desenfrenado que arrincona al periodismo sensato, cuya nobleza original, le impide cuestionar a quienes distorsionan su atributo fundamental: la libertad. Al permitir que una joya preciosa se hunda en el barrizal, aflora la procacidad, el chantaje y la vulgaridad. La libertad de expresión, de opinión, desparramada sin rumbo en las redes, se transforma en basura digital: fertilizante líquido de la difamación, los fakes news y la extorsión.

El rasgo más sobresaliente de ese panóptico virtual es la carencia ética y la pobreza cultural, asegurando que la vacuidad y el embarre moral prevalezcan sobre los hechos y la información veraz.

La tensión entre el derecho a la libre expresión y el respeto a los otros borró el tamiz de la tradición, creando un entorno de interpretaciones embrolladas y borrosas, donde las garantías de libertad de opinión, incomprensiblemente, parecen difuminarse con el deber (también sagrado) de respetar la dignidad y el honor de los demás.

Aspiración suprema y autónoma de realización humana, exenta de intimidación y censura, la libertad solo germina en ausencia de coacción; pero, a su vez, conlleva la obligación de un compromiso compartido: acatar el derecho a la honra que, por igual prelación, es inherente a cada individuo.

La libertad de expresión, ergo, nació para consagrarse a plenitud, sin intermediación de poderes públicos o privados, teniendo como único valladar la norma sustantiva y los bienes jurídicos ajenos, entre ellos, el pundonor, la justa fama y la privacidad. Por eso, quedó impresa en la ley y ancla en sede de los órganos jurisdiccionales, fuentes exclusivas para acreditar que un primer derecho no corrompa las fronteras respetables que, asimismo, resguardan al segundo.

Nuestro marco legal ampara y, con notables vacíos, regula la libertad de expresión y difusión del pensamiento. La Constitución (art. 49), la Ley 6132 (1962), anterior a la llegada del internet y la Ley 53 (2007), cuando apenas despuntaban los teléfonos inteligentes, las plataformas digitales y las redes sociales.

Prohibir, en sí mismo, sugiere una enojosa pretensión. El proyecto gubernamental para actualizar nuestra legislación, lejos de erigirse como salvaguarda o instrumento de protección, promueve discrepancia y confusión, arrogándose potestades que no le competen. El denominado Instituto Nacional de Comunicación (INACOM), entidad oficial, que, además de “regular” impondría “sanciones”, invade facultades constitucionales que, por jurisdicción y competencia, atañen exclusivamente a los tribunales.

Oponer barreras éticas al desbordamiento cloacal es plausible; sin embargo, la libertad de expresión deberá permanecer, velis nolis, lejos de intromisiones arbitrarias y peregrinas tentaciones…


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