sábado, mayo 31, 2025
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De Voltaire al fanatismo digital

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Ricardo Nieves

La silueta de Voltaire ronda como un fantasma provocador. Agrandado, su índice orientador continúa señalándonos; el farol encendido de su pensamiento trasciende tiempo y memoria. Voltaire es recuerdo vivo y permanente; en épocas de fanatismo, la advertencia necesaria y el recordatorio latente.

Su obra maestra -apunta Savater- fue haber fundado al intelectual moderno. Enfrentado al espíritu implacable de su tiempo, encaró la monstruosidad y las piras llameantes de la amenaza. Sin dobleces, reafirmó la claridad ética de su conciencia y el rango histórico de su imbatible personalidad. Con elevadas luces, casi en solitario, retó la brutalidad del fanatismo, nutrida por el terror dogmático y la intransigencia de aquellos siglos.

Contra el hermetismo oscurantista, ante la furia quemante de la intolerancia, restituyó la reputación inocente de un tal Jean Calas, martirizado y ejecutado el 10 de marzo de 1762, víctima de un juicio torcido y fanatizado. De Toulouse, el humilde vendedor de telas, junto a su esposa, había cometido el “pecado de declararse protestante” en aquella Francia mayoritariamente católica.

Al defenderlo y demostrar que el hecho atribuido -asesinato de su hijo- en realidad se trató de un suicidio, Voltaire reescribió la historia con una obra fenomenal y oportuna: El tratado sobre la tolerancia (1763). Así, mientras declinaba el medioevo, la morada de la libertad de conciencia, en su despertar, abría las puertas de par en par.

Primera en su género, la hazaña no fue poca cosa: cambiaría el rumbo de las creencias, de las opiniones y los derechos. En un tiempo moribundo, pero todavía controlado por la oscuridad, su texto, era de esperarse, fue incluido en el índice de los libros prohibidos por la Iglesia (1766). Los vientos de libertad y el respeto por las diferencias; empero, habían calado tan hondo que, imparables ya, recorrieron Francia, Europa, el mundo conocido…

Su fundamento – tan básico para el presente- invitaba a la tolerancia entre las distintas confesiones religiosas. Combatiendo la arbitrariedad, la ofuscación y la crudeza del fanatismo que, irónicamente, para el caso Jean Calas, encabezaban los jesuitas. En suma, defendió la libertad de cultos y criticó, con severidad, las consecuencias bélicas –“violencia y barbarie”- de una existencia marcada por las guerras religiosas.

“Nadie debe morir por motivos de sus ideas, el fanatismo es una enfermedad que debe extirparse…Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, es incurable”, escribiría imperturbable.

Jean Calas murió de forma brutal en la rueda del suplicio, pero ni siquiera Voltaire, restaurador de su honra e inocencia, comprendería el alcance de los muros derribados y el lugar inestimablemente grande que le reservaría la historia. Socavó el poder político y religioso que, 27 años después, provocaría el hundimiento de la monarquía y el ascenso de la Revolución Francesa.

La furia ciega del fanatismo, descargada sobre un modesto comerciante protestante, terminaba una era, daba paso al diálogo ideológico y a la naciente tolerancia religiosa. Calas fue el chivo expiatorio; sus creencias, la leña para la ávida hoguera.

Más que impugnar el abuso infundado, la defensa de Voltaire aceleró la alborada civilizatoria, anteponiendo la razón a la ceguera dogmática y el argumento a la falsedad del sectarismo y la iniquidad. Convencido, sin tasar consecuencias, desafió la intimidación, la oscuridad del miedo y la intransigencia.

Pero el fanatismo, en esencia, nunca despareció por completo; de alguna manera modificaría fórmulas, instrumentos; su envejecida sombra circunda y acecha en nuestros días. Dos señales imborrables cargamos como herencia: la amenaza infundada y la fanatizada sospecha.

Poco a poco abandonamos el diálogo cara a cara, sustituyéndolo por el intercambio digital, pantalla a pantalla. Advertimos que otra sofisticada corriente paranoide, con suma facilidad, alimenta el fanatismo digital de todas las marcas. Fanáticos recientes, viejas falacias, atrapados en el angosto salón de quién sabe cuántas pasiones atormentadas.

En su recinto egosintónico, el fanático no argumenta: batalla; no debate: escarmienta. Persigue el silencio de los demás y hace uso excesivo de su repertorio selecto de falacias. Ataque personal que no descalifica los argumentos, sino al oponente (ad hominen); repetición sin evidencia, hasta el cansancio y la repugnancia (ad nauseaum); y, la obsesiva imaginación de una conspiración universal en marcha (manía persecutoria) …

Apasionado, intransigente, producto del fervor político, religioso o ideológico, no concibe que su creencia sea un derecho, sino otra obligación para él y una regla para los otros.

Voltaire, vigilante, nos alerta…


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