Antes de atreverme a abordar este tema, admitiré que, para el propósito que nos ocupa, prácticamente soy analfabeto funcional en la materia. Que, al hacerlo –y no por falsa modestia–, apenas poseo pericia elemental y un pequeño baúl cultural que, merced a mi limitada memoria y oído, he podido conservar. Para justipreciar eso que los entendidos denominan “buena música”, me bastaría señalar que carezco de un pulido y reputado soporte teórico-intelectual.
Como la mayoría de los melómanos (palabra que traducida del griego significa “maníaco por el canto”), soy entusiasta, qué digo, seguidor apasionado de la tendencia que, despectivamente, han etiquetado como “la escuela vieja.”
Animado por esa chispa de ingenuidad compartida y ordinaria satisfacción, encendida en casi todos los mortales, debido a la música, con más libertad que engalanado entendimiento, exploro una actualidad cultural que dispone de múltiples lecturas y heterogéneas interpretaciones. A fin de cuentas, y esto lo sé de antemano, marcho indefenso frente al amurallado ejército de los defensores y aguerridos exponentes del “género urbano”. Y dado que ninguna argumentación me salvará de evidenciar mi ignorancia –ya sea que la crítica resulte justa o inmerecida–, reconoceré más allá de cualquier otra consideración, que su mercado es demasiado persuasivo, popular y lucrativo.
Por consiguiente, tolero las consecuencias que, con elevada probabilidad, podrían recaer sobre la paciencia –impermeable, quizá– de quien osa disentir al respecto. Además, y es criterio común entre los expertos, la primera reacción ya me la sospecho: “Este texto adolece de vicios hermenéuticos en su enfoque de las aristas sociológicas y en el análisis de los patrones culturales predominantes y complejos.”
Aun así, a riesgo de equivocación o de ridícula infamia, confieso que el fenómeno de la música urbana logro entenderlo pocas veces, y que su accidentada y machacona monotonía me hace sentir al borde del ultraje. Me declaro analfabeto de su estética –si acaso la tiene– discordante y repulsiva, de su melodía descoyuntada, del ritmo gelatinoso y socarrón que la identifica. Si es inentendible, ninguna emoción me causa. Abjuro, por lo mismo, de su sarta de improperios, del invertebrado concepto, la vocalización gaseosa, el trapicheo verbal, y del vozarrón acusador, esporádico, incompleto.
La música es el género; el ritmo, la especie. Matizada por los pinceles cambiantes de la vida y los senderos sinuosos de la cultura, alterna con la tecnología, y más aún, con el paquete flexible de valores globales, moldeados por el individualismo, el consumismo, los gestos groseros, el machismo cerril, los regaños femeninos y los gustos despistados.
Sea como fuere, la música en general permanece en evolución constante. El entorno acumulará los sedimentos socioculturales que las diversas corrientes arrastren a su paso. Conocemos creaciones monumentales, capítulos dorados y gloriosos, obras y personajes sagrados; en sentido contrario: auténticos pantanos de mediocridad, pobreza artística y oscuridad.
Borges comparaba la buena música, la lectura privilegiada y el arte con los estados mágicos de felicidad: anidan algo oculto, una categoría sensorial que nos atrapa, donde el acto de percibir y escuchar recrea el fúlgido instante en el que la sensación vivida juega con la eternidad. Sin revelarse completamente, en la cima de las notas y en la hendidura de los silencios es cuando se desgrana el misterio: Aparece la sustancia constituyente del hecho estético. Para buena parte de la música urbana, algo así parecería impensable. Su recurso repetitivo y simplón es la entonación suprema de la pobretería creativa, la cadencia mecánica, del machismo bravío, la jerga deshilvanada, la bribonada, el griterío.
Letras preñadas de abandono social, rebeldía o mamarrachada poética, rezuman grosería en cada estrofa cortada por el epíteto lacónico que tantas veces realza la depravación y la porfía. Y no me basta el sambenito de la exclusión social: El merengue nació con la pobreza rural; el son, del mestizaje montuno; el bolero, de una isla recién liberada; la bachata, de los burdeles citadinos; el tango, del arrabal porteño, y el blues –matriz del canto sentimental– del vientre herido del sur esclavista, entre cultivos de algodón y maíz.
Por ende, apartado del lenguaje hirviente que embarra el pentagrama y la escala musical del presente, queda en los eruditos, a no ser que hayan renunciado, la tarea de elucidar esta “proeza musical” que, para algunos, contiene la expresión descarnada de nuestra realidad social; mientras, para otros, una maraña de dislates, decadencia y fealdad…