jueves, mayo 8, 2025
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La festejada estupidez


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Albert Einstein, genio incomparable, murió convencido de que la ignorancia era corregible, pero la estupidez tenía potencial para volverse incurable.

Nuestro sensible período posmoderno vive y soporta ambas incapacidades, y más si se asocian al léxico, al discurso del menosprecio intelectual y al elemento idiomático. Por todos los costados, experimentamos la exaltación insensata de la tontería, la trivialidad insolente y la desproporción patética.

Desprovista de intención moral, la ignorancia es el desconocimiento atribuible a una falta, no querida ni elegida, del entendimiento racional. Los griegos, con simplicidad, la llamaron agnoia. Su contraparte, la amathia, implicaba cierta inclinación voluntaria y suponía un acto -descabellado- de oposición al conocimiento esencial. La encrucijada de aquel contrasentido, basada en sentimientos y creencias arcaicas, era desafortunada y, por supuesto, cargada de prejuicios.

Hoy, en campos similares de la incultura, las rugosidades de la agnoia pueden pulirse con información y educación calificada; la ceguera de la amathia, oscura y cerrada, por el contrario, conlleva mayor dificultad: exige superar actitudes viscerales y desenredar los nudos que limitan el razonamiento elemental.

Con nuevo manto y renovada apariencia, amathia es equiparable a la estupidez posmoderna. Su vaciedad no radica en la privación del conocimiento o pobreza intelectual, sino en la reafirmación desconcertante de quienes prefieren abstenerse, complacientemente, del ejercicio de razonar.

Expresa, en todo caso, el desplazamiento del discurso sociohistórico que precipitó, en gran medida, el menosprecio intelectual. Una reapropiación del vocablo en la comunicación coloquial y en la interacción y la cultura popular, para dotarlo de otro significante sociocultural.

Ambivalencia y tonterías cotidianas dejaron de ser injuriosas, transgresoras, porque buena parte de la red global ha subvertido las reglas, las convenciones y el orden simbólico del discurso formal. Parecerá paradójico: la bobada y el juicio disparatado compiten, de igual a igual, y hasta pueden suplantar el encanto de la reflexión versada (Ferrater Mora,1996).

Pero, la flamante estupidez presenta matices particulares, relacionándose más con la abundancia de la información que con la insuficiencia de esta, pues, en lugar de carencia, hoy predomina la saturación, el exceso y la redundancia.

Sabemos que cuanto mayor es la sensibilidad cognitiva (memorización, retentiva, procesamiento mental, imaginación, cálculo, almacenamiento, intuición), más trascendencia adquiere el lenguaje y su estructura lexicográfica. Y que, para la producción masiva de tontos, la baja intelectual es la maquinaria ideal.

Sustraído, en su pequeño rincón lingüístico, el ignorante tiende a cohibirse y conformarse. Impenetrable y lúdico, a campo través, el estúpido resiste y presume de su intrepidez: la penuria de pensar, la abierta exuberancia de su estultez.

Mientras más poder de notoriedad y difusión alcanzan los niveles del ignorante, tanto más graves y ridículos son los trastornos que causa. Desaparecido el pensamiento crítico, apenas queda el impulso maquinal. Peligroso es que la estupidez haga creer, a tantas personas a la vez, que el resto del mundo debería ser como ellas lo ven…

La frivolidad constante provoca desgate mental y desconexión interna, sobreestimulación, excitación superficial y disimulado agotamiento. Desorden que dispersa la atención, desvía la prioridad mental y estorba la concentración.

Obsecuente y mediatizada, la estupidez busca validación externa, anda, a como dé lugar, detrás del aplauso y la aprobación, susceptible al desatino, la algarada y al eco ensordecedor. La tecnología funciona, por mucho, como facilitador de la comodidad; su uso chapucero y ramplón, empero, condiciona la manera en que procesamos la información, afectando tanto su complejidad como nuestra capacidad de analizar.

Raras veces el conocimiento y la verdad vienen envueltos en la comodidad. La reflexión requiere silencio mental y serenidad cognitiva. Lo superficial y grosero puede entretener, incluso ser placentero, pero jamás transformador. La comunicación opera diferente cuando busca impresionar primero en lugar de estimular y comprender, por ello la estupidez elabora respuestas frívolas y acomodaticias en contraste con las preguntas sensatas y juiciosas.

Desde la verdad griega (aletheia) hasta el argumento actual, lo verdadero intriga, urge ser des-ocultado, sacado a la luz, con esfuerzo razonado. La ignorancia oscurece cuando, rodeados de posibilidades, nos resistimos a pensar. La estupidez posmoderna logró penetrar el lujo y la opulencia, dotar de adjetivos la vacuidad y legitimar la insignificancia. Para eso, atrajo a influyentes gerifaltes, cuyo mensaje, ante todo, deberá mostrarse embrutecedor y vulgar.

En un contexto tan ruidoso y estridente, pensar en silencio es, frente a la estupidez desafiante, una revolución lenta, difícil, pero espiritualmente edificante…


 

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