lunes, marzo 31, 2025
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La extraña soledad del presente


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Quien no encaja completamente en el mundo termina aborreciéndolo. Una cosa es la soledad escogida y voluntaria; otra, la condición de ser y sentirse desapegado y aislado de los demás. Elegida, en determinadas circunstancias, la soledad suele ser consoladora, en cambio, su prolongación exagerada traerá malestares de un extraño “dolor social”.

Compartir encierra un ritual bio-antropológico, habitualidad muy humilde pero insustituible para la vida social. Jonathan Haidt (2020), filósofo y psicólogo, establece que el 90% del cerebro crece antes de los 5 años; los circuitos neuronales, entretanto, tardan mucho más en madurar, lo que “extiende la infancia del ser humano y reanuda el aprendizaje social”, cuya mejor escuela es el juego grupal. El intercambio soberano, cara a cara, rearma el plano defensivo ante la conflictividad y la frustración que, inherentes a la condición humana, reaparecerán constantemente en la vida de cada uno.

Las neurociencias validan que la soledad causa al cerebro un dolor similar al dolor físico, activando las mismas áreas. Cada pensamiento tiene un impacto neuroendocrino proporcional, pues, el cerebro no distingue entre lo que pensamos y la realidad. Todo es procesado mediante conexiones neuronales y respuestas biológicas, innatas.

En esa correlación de factores, Derek Thompson (2020) explica cómo una infancia “socialmente subdesarrollada encamina, por sendero despejado, una adultez socialmente atrófica.”

La estrategia socializadora de supervivencia está siendo, progresiva y complicadamente, reemplazada por disrupciones que, debido al uso desmesurado y persistente de la tecnología, trastocan la base maestra de la sociabilidad. Estar solo y elegir la soledad nunca fueron equivalentes. Comparten estaciones cercanas, sin guardar semejanza de experiencias subjetivas que, delimitadas en el trasfondo humano, toleran comportamientos muy diferenciados.

Parecería impensable hablar de soledad en el tiempo más cómodo, multitudinario e interconectado, anulador de distancias personales mediante la virtualidad y las redes sociales, sin embargo, hoy el desamparo provoca estragos.

Hermann Hesse (1927) trajo al mundo “El lobo estepario”. Navegando por afluentes distintivos de su vasta cultura, la novela adelantó las contradicciones intestinas del siglo XX y su evolución a la “sociedad de masas”, donde supuso muy poco espacio para el entendimiento de las personas diferentes.

El aislamiento evocaría la consecuencia inevitable de vivir una transición marcada por soledad, indiferencia e incomprensión. La incertidumbre depararía ansiedad y melancolía y, producto del aislamiento descomedido, el nihilismo societario. Aunque el protagonista de Hesse encarnaba al intelectual aislado y ridiculizado, su desdoblamiento final es el mismo para todos: la devastación interior que origina desinterés y pérdida de amor por la vida social.

Empero, el teatro vital que reconstruye Hesse termina abriéndose a otra posibilidad, menos verosímil pero igual de combativa: aprender a aceptarse y hasta reírse de sí mismo.

Hoy, toda experiencia colectiva fracasa, mientras la individual propaga una epidemia extendida. La soledad autoimpuesta arroja al individuo, aun sin conciencia de ello, hacia una atormentada sobrevivencia. En la tardomodernidad, el referente de aquella realidad no tiene cabida; la mancha de esta soledad recubre, en medio de la multitud pacífica, al sujeto posmoderno que, compensado por la virtualidad, reniega de la palabra íntima.

El estado de conciencia deriva inapelable cuando en nuestra condición interior, atravesada por la decepción, los sentimientos obligan a considerar como única salida el soliloquio existencial, mundanidad y morada virtual que actualmente domina. La extensión de la sombra solitaria arropa, con sorpresa y preocupación, a niños y jóvenes; la exposición desmedida en pantalla virtual les niega y amputa el espacio básico del mundo, la comunidad. Ansiedad, estrés y depresión, devienen un caudal en el cual, trastornado por la saturación, todo puede afectarse internamente.

Encuestas realizadas por UNICEF (2023 y 2024) en Estados Unidos y países periféricos, sostienen que 50% de los adolescentes seleccionó dos palabras nervales para describir su situación interna: “tristeza y desesperanza”. El impacto es atribuido a las llamadas “multitudes solitarias”, abanderadas del uso desproporcionado de intercambios en línea, con menoscabo de las habilidades sociales, cada día marchitas o debilitadas. Se trata de innumerables excesos redistribuidos, obviando el aspecto central, medido anteriormente por la empatía y los encuentros cercanos.

Bajo escrutinio de la juventud, incluso el matrimonio es rebautizado como otra “atadura tradicional”, artificio moderno cada vez más anticuado, provisional.

Marshall Mcluhan descifró que la tecnología, aparte de contribuir al bienestar humano, debería evitar, a cualquier precio, la amputación de la proximidad social, a sabiendas de que lo más fácil no siempre resulta ser lo mejor, ni lo único necesario…


 

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