Un presidente, y cualquier ser humano, siempre se verá condicionado por las circunstancias en su intento de acometer cualquier empresa. Asumir la tarea de proveer bienes y servicios públicos supone una positiva predisposición para la identificación de su necesariedad, del orden de prioridad para su satisfacción, y de algo más serio aún, del impacto que tendrán en el desempeño económico y social de una localidad equis y, por ende, hasta del balance que arrojará lo que pudiera llamarse “la tensión entre externalidades positivas y negativas”. Pero, en el caso de un presidente, tal tarea deviene presionada por lo que me ha dado por llamar “el teatro de operaciones” agrupador de los actores “precisos” para ejercer una gobernanza “eficaz” en un territorio dado.
¿Por qué utilizo este término de connotación bélica para definir el escenario donde un presidente ha decidido proveer bienes y servicios? Ah, porque allí dondequiera que ello ocurra, encontrará el mandatario una verdadera guerra de intereses a partir de los cuales, cualquier actor (persona física, autoridades, planes estratégicos de desarrollo, etc.) concernido en la definición “consensuada” de las obras o servicios a sugerir como “imprescindibles”, pudiera tener subyacente un interés particular que aspira ver satisfecho a partir de la prestación de los mismos. En cada localidad, estos actores son, por décadas, salvo excepciones, las mismas rémoras que se ceban del erario. El trato con esta fauna, reclama del presidente el manejo asertivo de la desmedida codicia que puebla esos cerebros con “ideas luminosas”, es decir, aquél deberá mantener claro a la fauna que tiene la voluntad, pero que no es un torpe.
Por lo anterior, el presidente deberá, asimismo, asegurarse de que la fauna entienda que él posee el discernimiento para advertir, por ejemplo, el interés de un empresario -o de un político- que tiene una finca a la que, por su cercanía geográfica, agregará valor la obra a construir; el interés de un colectivo en administrar fondos que lucrarán a algunos de sus miembros por subcontratación de obras o servicios en la persona de cualquier testaferro, y hasta la vanidad de algunos políticos socialmente advenedizos, que se plegarán a tales propósitos al solo influjo de una ilusa y subyacente pretensión de llegar a ser -o sentirse- incluidos en una élite social a la que nunca pertenecerán. Si un presidente logra eso, impedirá a una buena parte de nuestra “fauna altruista” -hijos y nietos de otros que, desde siempre ejercieron tan “noble oficio”- seguir asaltando el Estado.
A propósito de todo lo anterior, he venido observando que el Gobierno, en el ánimo de acercarse a la ciudadanía, según declaró el presidente en mayo 18 de 2022, lanzó su programa “El Gobierno en las Provincias”. Como resultado, el Gobierno ha celebrado Consejos de Gobierno en lugares como Santo Domingo, Puerto Plata, La Altagracia y San Cristóbal, entre otros. Y se supone que seguirá haciendo lo propio en otras localidades, ocasiones en que les serán presentadas al presidente un considerable número de obras estimadas “imprescindibles” para el relanzamiento económico “de las provincias”. Mas, convendría que el mandatario reciba tales propuestas “con fe de niño, pero con maña de serpiente”, porque lo que ha ocurrido tradicionalmente, y se sospecha que pudiera seguir sucediendo en los próximos Consejos de Gobierno, es que el gato y la liebre se fusionan en la indeseada y perniciosa androginia que propicia la falsificación de las necesidades reales de la población, estropeando sus anhelos de verlas colmadas. Todo, con el consecuente saldo del triunfo de los malos sobre los buenos, y más, de un presidente nuevamente víctima del engaño.
