Tratando de interpretar a varios intérpretes de la sentencia del Tribunal Constitucional (TC/0788/24), a propósito de su decisión favorable a las candidaturas independientes, apreciamos -como dijera Beck- que existen más preocupaciones por el vaso que por la sed.
La sentencia, parafraseando el proverbio bíblico, llegó como ladrón en la noche: sigilosa y sorpresiva. A juzgar por los resabios inmediatos y las reacciones posteriores de los partidos mayoritarios, este aldabonazo del TC ha sido profundamente impactante. Es que, ante el pinchazo de lo imprevisto, la sensación inicial siempre será la sorpresa, después sobrevendrá, obnubilante, la duda extrema.
De un fulgurazo, removidas fueron las rígidas medidas de participación y representación política, ordenando, a su vez, otra normativa, mucho más flexible y menos engorrosa. Sucede que, en democracia -de ninguna manera inmune a los vicios y falencias- cada conquista lograda aparece fatigadamente esforzada, laboriosa.
Detentadores monopólicos de todas las candidaturas, dueños (hasta ayer) del juego y de la cancha, los partidos políticos no esperaban, o al menos no contaban, con este sacudón inopinado. Pasos adentro, galvanizando el Estado de Derecho, el TC colocó también límites a la historia de rebatingas y trapicheos, pues, leído y consumado, el texto sustantivo agotó, inexpugnablemente, el pedimento democrático.
Garante de la supremacía constitucional y sus valores cardinales, alertó a las entidades políticas de los íntimos conciliábulos, de las maniobras conniventes y sus redes de atajos y amarres pragmáticos. En todo caso, la llamada “sentencia de los independientes” (interpretativa y sustitutiva, con base al principio de razonabilidad), pasó hondo el bisturí dentro del cuerpo inflado y flexuoso del régimen electoral, producto de un engendro legislativo (20-23), evidentemente excluyente y discriminatorio.
Hace justicia, cuando restaura, en rango suprajurídico y a plenitud, el atributo fundamental de que toda persona, fuera de alucinaciones catastrofistas, goza del derecho de elegir y ser elegible. Años después, el poderoso tribunal ha retirado los entuertos de aquella legislación, para, en lo adelante y sin desmedro de las líneas reglamentarias, propiciar una mayor y más incluyente participación e integración ciudadana.
Libre de ligaduras reticentes y muros discrecionales, determinados e impuestos por el viejo contrato de la partidocracia reinante.
Quedan limitados: la herencia y el apellido, la tradición legataria, el sínodo de las cúpulas, el ventajismo de las élites partidarias, el poder omnímodo de incidir y decidir con arreglo a las tratativas y las dispensas medalaganarias.
Este nerviosismo, inquietante y escatológico, capaz de vaticinar la “desvertebración de los partidos”, carece de sentido; dado que el cumplimiento medular del derecho a participar abona más respeto a la institucionalidad democrática y, en consecuencia, enriquece el pluralismo político.
Esta decisión no gesticula con el credo populista, añorante del apocalipsis antipolítico, tampoco hace guiños demoledores sobre las organizaciones partidarias; reconfigura, eso sí, el espacio electoral, convertido hace tiempo ya, en modalidad de empresas personales, casi privadas.
La redundancia y los recelos, ecos de interpretaciones que discurren intercalando la libertad y el miedo, recogen una visión enigmática del presente. Obvian que la eliminación de tantas manipulaciones y trabas ampliará la posibilidad de otros referentes programáticos y la participación directa de nuevos ciudadanos.
Desde su publicación,13 de diciembre pasado, declarando inconstitucionales los artículos 156 y 157 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral (20-23), la sentencia ha provocado una avalancha de consideraciones. Bien fundamentadas, algunas; otras, de lo más rocambolescas y atolondradas, instiladas de lamentos, donde sobresalen los anatemas, imprecaciones diluvianas y anuncios de derrumbamiento.
Circunloquio de frases rehechas, fosilizadas, navegando en redes sociales y medios convencionales, saltando del eufemismo ramplón al preámbulo de la catástrofe: “Una sentencia caótica y terrible; un peligro para la democracia; una amenaza al sistema de partidos; pone en riesgo la estabilidad del sistema partidario; es el inicio del hoyo de la tumba de los partidos; la pulverización de la representación política; la muerte del modelo democrático” …Tonadas y susurros irreconciliables, inseminándose de la misma fatalidad nostálgica, pronóstico de esa tautología futurista y, ante todo, trágica. La realidad, sin embargo, es que, si acaso existiese, la mortaja de los partidos políticos jamás estaría solapada en el espíritu de esta decisión que, conforme a una regulación razonada, deberá incrementar la incursión política con mejor y más abierta representación democrática.
Las candidaturas independientes nunca fueron amenaza. Solo que los males no se curan con llantos ni la fiebre reposa en las sábanas…