lunes, septiembre 16, 2024
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OTEANDO | Robert Castro: el exégeta de nuestros códigos


OTEANDO

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Por: Emerson Soriano

Es algo así como un hermeneuta del derecho en sentido general, un exégeta de nuestros los códigos jurídicos. Tiene, asimismo, la capacidad de deconstruir -en el sentido derridiano del término- cualquier artículo de dichos códigos con asombrosa habilidad argumentativa. Lo conocí en la década de los noventa al asistir a un “Diplomado en Derecho Civil” que impartió, de manera gratuita, en el local del Colegio Dominicano de Periodistas, sede Santiago de los Caballeros. Allí, en una época del año en que el calor era sofocante, y en un salón sin acondicionador de aire, las horas pasaban como si estuviéramos sentados en la rivera del río Yaque del Norte, acariciados por su fresca y suave brisa. La razón, escuchábamos a un verdadero maestro, que se proyectaba tal merced a un discurso de esencia contagiante, sencillo, pero diáfano y coherente, porque, como solía decirnos entonces, aludiendo al adagio francés, “lo que se entiende bien, se expresa claro”. Para cuando terminamos el curso, ya la admiración que había despertado en mí trascendía la que se tiene por un experto en la materia que a uno apasiona, trocándose en devoción del discípulo hacia el maestro: no hacía nada sin escuchar su parecer, no solo por mi falta de destrezas, sino por un temor a defraudar su magisterio, el cual ya me sentía comprometido a honrar durante toda mi vida. Fue en esa etapa en que me preguntó si yo tenía oficina abierta en Santiago, a lo que respondí: “Maestro, yo acabo de salir de mis funciones de regidor ante en Ayuntamiento de Santiago. Tenía una empresa de vigilantes privados que acabo de vender porque me fui a la quiebra, y apenas si estoy trabajando desde mi casa para procurar el sustento de mi familia”.

El maestro se quedó mirándome fija y tiernamente en silencio. Pareció hacer una introspección por unos minutos y, pasado ese tiempo, me expresó las siguientes palabras: “No se preocupe, que usted no está solo”, a lo que me apresuré a contestarle que sí, que sabía que podía haber en ese momento muchas personas en idéntica situación que la mía. Entonces, él continuó con la frase que yo le había impedido terminar, para agregar: “Le digo que usted no está solo, porque cuenta con Dios, y después de Dios, cuenta conmigo”. Y siguió diciéndome: “De todos los estudiantes que he tenido aquí, he encontrado en usted no solo el de trato más sincero, sino el más inteligente y con más aptitud para comprender el derecho. Busque un local donde le plazca. Vaya donde Mauricio Perelló a “Mobel” y dígale que usted va de mi parte, que le decoren y le amueblen ese local de todo lo que necesite”.

Le di un abrazo con lágrimas en los ojos. Me fui a mi casa a darle las buenas nuevas a mi esposa que, por entonces, todas las noches, preparaba quipes y pastelitos para que yo fuera a venderlos al otro día, en la verja del Liceo “La reforma”, frente al mercado de “La Placita” en Santiago, con cuyo producido estábamos solventando los gastos de la familia.

De ahí en adelante, dejé de vender los quipes y me fui a mi hábitat. Comencé a ejercer de nuevo mi profesión bajo las directrices del maestro. Fueron los años en que más beneficio -espirituales y materiales- obtuve del ejercicio del derecho: casos millonarios empezaron a llegar a la oficina, habiéndome alcanzado lo ganado en uno solo de ellos para construir uno de los bienes que más valoro, la casa donde ahora vivimos mi esposa y yo, en la cordillera septentrional, un verdadero paraíso donde, por la gracia de Dios, recibimos cada fin de semana nuestros hijos y nietos para disfrutar del tesoro familiar. Él, por su parte, empezó a venir a Santiago cada vez que yo sentía necesidad de su apoyo para el éxito de un caso. Todos pensaban que se había metido en la zona en busca de competir con los abogados de Santiago en mero afán de lucro, y sus competencias ponía en aprietos a no pocos. Recuerdo que, en una ocasión, fuimos a transar un caso a la oficina de un afamado abogado de Santiago -al que no menciono aquí porque ya partió a los brazos del señor- y, al verlo, este se puso de rodillas y le dijo a Robert: “¡Maestro, solo me pondré de pie cuando usted lo ordene! Robert, con su proverbial sencillez, exclamó: ¡Pero, estás loco, párate de ahí, eso no es necesario! Pero solo yo sabía que el ejercicio de Robert Castro en Santiago tenía fecha de caducidad, pues todo lo estaba haciendo en franca solidaridad con el discípulo amado, que lo era yo. A tal punto fue así que, después que sintió que me las podía arreglar solo, se esfumó del escenario judicial de Santiago, para concentrarse en las múltiples obligaciones profesionales que su bien ganado abolengo le imponían.

Desde entonces, he mantenido con él una amistad pura, a toda prueba, que no precisa de encuentros recurrentes ni calculados paroxismos. Nuestra amistad no tiene tiempo ni espacio, ni edad: solo es, y nada más. Si lo necesito, aquí estará, si me necesita, allá estaré. El pasado 28 de agosto fue su cumpleaños. Un lapsus me impidió recordarlo. Por eso hoy le dedico este artículo, testimonio fiel de mi más sincera amistad y gratitud eterna a mi padre, mi amigo y maestro, Augusto Robert Castro, sobresaliente abogado entre abogados, sobresaliente amigo entre amigos. Le quiero por siempre, feliz cumpleaños, mi querido don.


 

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